Lo acontecido en Bolivia es a todas luces un golpe de Estado. Como tal debe ser llamado y denunciado, sin atenuantes de ninguna especie. En ese sentido, la enérgica postura de condena por parte del gobierno mexicano —e incluso la crítica al silencio de la OEA— han sido las correctas, al igual que la decisión de ofrecerle asilo político al presidente Morales, honrando así lo mejor de nuestra tradición en materia de política exterior.

No hizo falta que las fuerzas armadas movilizaran elementos para generar actos violentos o que sacaran al presidente del palacio. En esta era de neogolpismos, bastó con una declaración en la que le “sugirieron” dejar el mando antes de su término constitucional. Evo estuvo a la altura y supo marcharse a tiempo para evitar un baño de sangre.

En un tuit, Daniel Lipovetzky, de la derecha argentina cercano a Macri, fue capaz de llamar las cosas por su nombre, como no lo han hecho nuestros supuestos liberales: “¡Si mueve la cola y ladra es un perro! Si las Fuerzas Armadas ‘recomiendan’ (léase obligan, exigen) la renuncia de un presidente elegido democráticamente esto es un Golpe de Estado”.

Lo ocurrido se suma a otros procesos de ruptura del orden constitucional que han tenido lugar recientemente en América Latina, como el que depuso al presidente Fernando Lugo en Paraguay, a Zelaya en Honduras o a Rousseff en Brasil. Lo acontecido en Bolivia es aún más grave, sin embargo, porque nuevamente —como en el caso de Zelaya— involucra a los militares de una manera que hace tiempo no veíamos en la región.

Lo ocurrido en Bolivia muestra el talante autoritario de una gran parte de las élites latinoamericanas que pregonan la democracia, pero al final solo la aceptan cuando esta conviene a sus intereses. Nada lo ilustra mejor que la postura del líder panista, Marko Cortés; nada más vergonzoso que la forma en que varios comentócratas de la derecha mexicana salieron a celebrar o justificar lo ocurrido.

Desde luego que, en su momento, la izquierda boliviana y latinoamericana deberá ensayar una autocrítica. Pensar si este desenlace podría haberse evitado si Evo Morales hubiese escuchado el resultado del referéndum de 2016 que rechazó una reforma constitucional que habilitaba al presidente a ir a una tercera reelección; si no hubiese utilizado el cuestionable recurso del tribunal electoral para obtener un tercer mandato.

La autocrítica para las izquierdas en la región deberá incluir una reflexión acerca de la dificultad que han tenido varios gobiernos —dependientes de un liderazgo personalista fuerte— para resolver sus procesos de sucesión, un fenómeno que se ha visto en Venezuela, con Chávez; en Ecuador, con Correa; en Brasil, con Lula; en Argentina, con los Kirchner, y que puede llegar a poner en peligro la continuidad de la 4T al paso que lleva Morena.

Probablemente también fue un error —y una ingenuidad por parte de Evo Morales— permitir que la OEA de Luis Almagro —que claramente ha demostrado su sesgo político y su inutilidad— tuviese la última palabra con una auditoría de carácter vinculante a la reciente elección. Esa auditoría puso de manifiesto una serie de graves irregularidades, pero en ningún caso es prueba irrefutable de un fraude electoral, especialmente si se considera que únicamente se revisó una muestra del 0.22% de las actas.

Estas reflexiones habrá que hacerlas en su momento. Por lo pronto, resulta mezquino —y muy peligroso— avalar una intervención militar en asuntos que tocan al poder civil como posible solución frente a un proceso electoral viciado; especialmente cuando el propio Evo consintió en ir a una nueva contienda.

Lo que hoy toca es llamar a las cosas por su nombre, movilizar a la comunidad internacional para condenar la interferencia del poder castrense, para que sea la última vez que éste dirime un proceso electoral en América Latina. Hoy es Bolivia, mañana podríamos ser nosotros.


@HernanGomezB

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