Genaro Lozano escribe esta semana un artículo que invita a la reflexión. Lo titula La grieta mexicana, en una clara referencia a las características que ha adoptado la disputa política en Argentina en los últimos años, haciéndose presente entre peronistas y antiperonistas, progresistas y conservadores o neoliberales y estatistas.

Del tema comenzó a hablar Alberto Fernández, hoy presidente electo de ese país, en la más reciente campaña electoral: una grieta que se hizo visible durante el gobierno de Cristina Kirchner y se ensanchó aún más durante el macrismo, a instancias de la propia derecha que la promovió.

Desde 2006 en México hemos vivido una grieta similar entre obradoristas y antiobradoristas, chairos y fifiís, que se ha ampliado a partir de la última elección y continúa ensanchándose.

En cierta medida la grieta política es inevitable porque surge a su vez de una profunda grieta económica y social. La polarización que genera esa grieta, sin embargo, es útil en la medida que politiza las desigualdades, les pone nombre y apellido, y visibiliza en el debate público el drama silencioso que se vive en la sociedad.

De la grieta que vivimos no hay un solo responsable. Se equivocan quienes afirman que solo “AMLO polariza”. Lo mismo polariza él, sus seguidores y sus simpatizantes (me hago cargo de haber polarizado) que sus opositores. A veces incluso polarizan más algunos de sus adversarios cuando, por ejemplo, recurren con ligereza a analogías hitlerianas, al introducir en el debate público comparaciones irresponsables con el nazismo.

En cualquier caso, la grieta no puede crecer hasta el infinito. La clase política tiene que aprender a distinguir entre los conflictos inevitables y necesarios, de los innecesarios e inexplicables. Debe ser capaz de preguntarse: ¿hasta cuándo y hasta dónde? Y es que la grieta puede hacerse visible en determinados momentos, pero llega un punto en que toca suturar.

Nuestra grieta está causando que dejemos de hablar con quien no piensa como nosotros; ha generado rupturas familiares, y hasta una que otra purga y despido injustificado. Incluso ha convertido a viejos amigos en adversarios o —más triste aún—, en enemigos. Eso no puede ser. No podemos vivir peleados.

La grieta también ha dividido a la izquierda: entre quienes creen que el obradorismo es una oportunidad histórica y quienes lo ven como lastre. Las rupturas incluso se viven en los propios bandos enfrentados, donde aquél que promueve la crítica interna o no se ubica en un extremo de radicalidad es visto como pusilánime o traidor por quienes se reivindican como ideológicamente puros.

El problema del tipo de grieta que vivimos es que ahoga los matices e impide una discusión política racional. En un escenario como el que hoy tenemos, quienes participan en el debate público tienden a adoptar posturas extremas y utilizar un lenguaje impostado como estrategia para no desdibujarse en el debate público. Pareciera que polarizar genera rating.

Al final, el tipo de grieta que estamos viviendo nos afecta a todos porque impide encontrar puntos de encuentro, hacer avanzar agendas comunes, incluso adoptar políticas susceptibles de avanzar a través del convencimiento y la persuasión (y, como tal, sean capaces de perdurar).

No se trata de relativizar las posturas de cada uno o situarse en la inexistente Corea del Centro. La disputa política está y estará situada, inevitablemente, en dos principales bandos, nos guste o no. Sin embargo, tienen que encontrar la manera de dialogar, deliberar y pensar juntos.

La grieta debe tener límites para no llevarse al país entre las patas. Alberto Fernández lo entendió así en la última campaña electoral, cuando en una entrevista señaló: “Yo estoy acá para cerrar la grieta y voy a hablar con todos los que tenga que hablar para lograrlo. Estoy terminando con los símbolos de la grieta, después de eso está el nosotros como sociedad y la necesidad de respetarnos”.

Google News

TEMAS RELACIONADOS