Mónica Garza me invitó a dar una opinión en el noticiario que conduce en ADN40, “Es de Mañana”, sobre la muerte de Manuel El Loco Valdés. Me excusé, aduciendo que conocía muy poco la trayectoria del comediante. Apenas colgué, me arrepentí.

Supe que me había equivocado: un fantasma llamado Manuel Valdés flotaba en algún lugar del pasado. No solo porque la imitación que a los tres años de edad mi sobrino Emilio hizo de Valdés en “El médico brujo” (la célebre secuencia de la película “Dos fantasmas y una muchacha”, de 1959) nos hizo carcajear hasta caer al piso, sino porque El Loco estaba allá, en el lugar más remoto de mi memoria: la sala de una casa en la que había un televisor de bulbos de la marca Stromberg-Carlson, en el que se transmitió un programa delirante, único en la historia de la televisión mexicana: “Ensalada de locos”.

En aquella casa, la llegada de la televisión había sido un acontecimiento que muchos años después los abuelos y mis tíos seguían relatando. Mi familia vivía en la calle Amado Nervo, a unas cuadras del Casco de Santo Tomás. Cuando surgió Canal Once, en 1959, los estudiantes del Poli salieron a repartir e instalar pequeñas antenas que habían creado ellos mismos, a fin de que las casas de los alrededores pudieran recibir la nueva señal. En mi casa se vio el primer programa trasmitido por el Once, ¡nada menos que una clase de matemáticas que impartió el ingeniero Vianey Vergara!

Con los primeros televisores ocurrió algo extraordinario. Ocuparon el lugar que desde 1922 habían ocupado los radios, y que desde el virreinato estuvo destinado a los altares: el centro de la sala, el sitio de reunión más importante de la casa.

El Loco Valdés era una figura secundaria del cine. Su carrera estuvo siempre varios pasos atrás de la de su hermano, para muchos, el cómico mayor en la historia de la cinematografía nacional: Germán Valdés, Tin Tan, (otros le otorgan ese puesto a Mario Moreno, Cantinflas. A mí me hace feliz que tengamos el lujo de poder permitirnos esa discusión). Le habían puesto El Loco no solo por su carácter hiperquinético, inesperado y gesticulante, sino porque al pedirle un aumento de sueldo a Emilio Azcárraga, este le respondió: “¿Estás loco, Valdés”? A él le gustaba repetir que le había quitado la coma a la frase, y que de ese modo surgió el nombre artístico que iba a acompañarlo hasta el día de su muerte: El Loco Valdés.

Desde “Calabacitas tiernas” (1959), El Loco acompañó a su hermano como figurante en películas como “¡Ay amor cómo me has puesto!” (1951), “El mariachi desconocido” y “Me traes de un ala” (ambas de 1953), y también en “Lo que le pasó a Sansón” (1955), “Los tres mosqueteros y medio”, “Locos peligrosos” (1957) y “Las mil y una noches” (1958). Solía decir que había hecho 70 películas y que de estas “solo media era buena”.

Era, en cambio, un personaje central en la televisión. Al surgimiento de esta hizo el exitoso programa “Variedades de mediodía” y tiempo después estelarizó otro llamado “Operación Ja Ja”, a imitación de una serie argentina.

El guionista Manuel Rodríguez Ajenjo recuerda que la personalidad de El Loco irritaba al público y que en Televicentro se recibían carretadas de cartas que exigían su salida. Era, literalmente, un loco a cuadro. Pero Azcárraga lo adoraba y lo sostenía a capa y espada (parece que incluso se hicieron compadres). Llegó ese año crucial: 1970, en que cambió para siempre la historia de la televisión mexicana.

El productor Humberto Navarro llevaba diez años haciendo programas con el cómico Héctor Lechuga, que hacía unas caras inolvidables. Se le ocurrió juntarlo con un actor extraordinario, el joven Alejandro Suárez, y completó la fórmula invitando al propio Loco Valdés, cuyo ángel era también extraordinario y en verdad lo hacía resplandecer. Detrás de ellos llegó el guionista Manuel Rodríguez Ajenjo, que a los 25 años era capaz de crear una situación a partir de cualquier cosa: un hombre hablando en un teléfono público, un señor que iba a comprar zapatos, una persona que buscaba en la calle un domicilio determinado.

El resultado fue verdaderamente explosivo. Parecía que se habían juntado tres bombas atómicas de la inventiva, el humor, el desparpajo, la alegría sin freno. Nada los contenía, nadie sabía lo que iba a ocurrir. Algunas veces Rodríguez Ajenjo escribía el guion desde un café que estaba enfrente de Televicentro y les mandaba las hojas conforme le iban saliendo. Los hemos visto, ellos reían a mandíbula batiente mientras grababan, por lo inesperado, lo loco que les resultaba todo.

Un día que grababan en Acapulco, y Rodríguez Ajenjo escribía en el bar, se acercó un hombre de lentes y con un vaso en la mano. “¿Usted es el escritor del programa? —le dijo—. Pues yo puedo contarle buenos chistes”. El hombre aquel era el único que se reía de sus chistes, pero así nació un personaje legendario: “El Simpatías”. Alejandro Suárez, mientras tanto, se inspiró en un amigo de la adolescencia para dar vida a “Las aventuras de Vulgarcito” (“Agarra la onda, joi, te traigo finto, te traigo finto…”).

Terminaban de grabar de madrugada y se iban a Gitanerías o al cabaret La Fuente. El Loco era eso: una fuente de ocurrencias inagotables de las que salían los sketches del día siguiente.

Tenía dinero, éxito, mujeres, autos nuevos, y una necesidad de ayudar a todo el que se le pusiera enfrente. Un día, al salir del cabaret, le regaló 500 pesos de entonces a un barrendero y les dijo a sus compañeros: “Este es el impuesto que hay que pagar por el lujo”.

Durante tres años, en aquella casa de San Cosme una familia se reunía religiosamente frente al Stromberg-Carlson de bulbos y por breves momentos era feliz. Todavía hoy, aparece una astilla de felicidad cuando escucho "The shape of thinks to come", el tema del programa.

“Ensalada de locos” terminó en 1973. Sé la causa de su desaparición, pero no la voy a decir. Esto es lo que debí decirle a Mónica: lo que debí agradecerle al Loco.


@hdemauleon
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