Aquella noche, Hernán Cortés señaló los montones de oro que sus hombres habían depositado en una sala del Palacio de Axayácatl, y que habían ido reuniendo desde el mismo día de su entrada a México-Tenochtitlan.

Oro que habían arrancado “de los plumajes y las rodelas, y de los otros atavíos” hallados dentro de una cámara secreta del palacio. “Por quitar el oro destruyeron todos los plumajes y  joyas ricas”, se lee en el libro XX del Códice Florentino de Fray Bernardino de Sahagún. Según la crónica del conquistador Bernal Díaz del Castillo, orfebres llevados desde Azcapotzalco (“Ezcapuzalco”, escribe Bernal) fundieron todo aquello “é se hicieron unas barras muy anchas de ello”. Bernal calcula que en el aposento había “sobre 700 mil pesos en oro”.

Cortés había cargado ya una mula con todo lo que pudo, y había apartado también el oro que le tocaba al Rey. Así que pidió a sus hombres que dieran testimonio de que no podía hacer nada más con lo que sobraba, y para evitar que aquella riqueza quedara perdida “entre estos perros” —el pueblo mexica que se aprestaba a tomar el palacio—, ordenó a los soldados que tomaran lo que quisieran: “Desde aquí se los doy”.

Era el 30 de junio de 1520. Estaba por comenzar la Noche Triste, la huida en la que los españoles perdieron, en “las tristes puentes” de la calzada México-Tacuba, vidas, armas, aliados indígenas, monturas, y sobre todo el oro, las preciadas barras de oro. Esa noche la acequia de Toltecaacaloco (hoy Avenida Hidalgo y Reforma) se convirtió en una trampa de la que solo una parte del ejército conquistador salió con vida.

Una ilustración del Códice Florentino muestra el momento en el que los mexicas hurgan en los canales, después de la batalla, en busca de los objetos que los españoles perdieron. Otra imagen reproduce el hallazgo, en uno de esos canales, de lanzas, espadas, fardos, cotas de malla y culebrinas. Una tercera representa a un hombre que acaba de hallar una larga espada y una barra de oro ligeramente curvada: durante muchos siglos, la única comprobación de que las barras de Bernal existieron. Porque no volvió a saberse de ellas en exactamente 460 años.

El 25 de marzo de 1981, el presidente López Portillo llamó a una conferencia de prensa. “Tengo la honra de tener en mis manos el primer descubrimiento del tesoro de Moctezuma, un tejo de oro que es un testimonio histórico de primera magnitud”, dijo, profundamente emocionado.

El arqueólogo Leonardo López Luján, director del proyecto Templo Mayor, acaba de recordar esa historia. En 1981 se habían demolido siete manzanas, a un costado de la Alameda: tramos de las calles de Santa Veracruz, Soto, Pensador Mexicano, Mina y Pedro Ascencio, en las que había incontables construcciones históricas. El gobierno había decidido levantar ahí las modernas instalaciones de la llamada Banca Central (actualmente se levantan ahí las oficinas del SAT).

La zona era justamente la de “las tristes puentes” de que habla Bernal. Por ahí había corrido el canal de Toltecaacalolco. El INAH halló miles de fragmentos de cerámica, así como los esqueletos de gente que murió en una epidemia ocurrida en el siglo XVIII —y que fue enterrada donde hoy se encuentra el museo Franz Mayer.

En la calle de Soto, un trascabo que había abierto una fosa de 4.80 metros de profundidad, removió de pronto una barra amarilla que brilló mágicamente en medio del lodo. El oro tiene magia: como en 1520, sigue sacando las peores cosas de la gente. Un trabajador del INAH, don Félix Bautista García, bajó a rescatarla. Se inició un violento forcejeo entre los ingenieros y los trabajadores que querían el objeto. Don Félix se impuso, y entregó la barra a los jóvenes arqueólogos que supervisaban la excavación.

Lo que sigue es muy extraño. Los arqueólogos atravesaron la Alameda hasta una joyería que se hallaba en Avenida Juárez y le pidieron al joyero que les dijera si aquel objeto “era de oro auténtico”. El joyero la rayó, le echó ácido nítrico y confirmó “que era de oro puro y de muy muy alta ley”, recuerda López Luján.

El análisis químico que se hizo en 1981 finalmente “estuvo lejos de la realidad”, pero le permitió afirmar al gobierno de López Portillo que “el tejo encontrado perteneció al tesoro de Moctezuma”.

En los últimos 40 años, el oro hallado en el proyecto Templo Mayor no llega a un kilo. Han aparecido pequeñas laminillas en diversas ofrendas, pero estas podrían ser contenidas con las manos. Existe oro en algunas en otras piezas, como en en el llamado Penacho de Moctezuma.

El arqueólogo López Luján y José Luis Ruvalcaba Sil, del Instituto de Física de la UNAM, analizaron la composición de todos estos objetos y luego contrastaron los resultados con los que arroja el Tejo de Oro de la Noche Triste. La composición química de esta pieza es idéntica en sus porcentajes de oro (76.22%), plata (20.75%) y cobre (0.53%) a las de las halladas en las inmediaciones del Templo.

La conclusión de López Luján estremece. A 500 años de la Conquista, el Tejo de Oro es el único testimonio arqueológico del saqueo que refiere Bernal, realizado poco antes de la Noche Triste.

@hdemauleon
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