El investigador Manuel Miño Grijalva le llamó El otoño de la muerte. El valle de México llevaba diez años de sequías cuando comenzaron las fiebres y llegó la peste.
Ese año, 1779, en la Ciudad de México había 112 mil 926 habitantes. La epidemia cruzó la capital de extremo a extremo. En 81 días enfermaron 45 mil personas y murieron entre 12 y 18 mil, de acuerdo con las fuentes.
Se trató de la epidemia más aterradora de que se haya tenido memoria, una las más violentas catástrofes demográficas en la historia de la ciudad. El Hospital de San Juan de Dios contaba únicamente con 250 camas. En el resto de los establecimientos hospitalarios los enfermos morían en los pasillos. Incluso los médicos, los enfermeros y las enfermeras, caían víctimas del contagio.
El recién llegado virrey Martín de Mayorga relató en una carta que durante la epidemia “no se veían en las calles sino cadáveres, ni se oían en la ciudad sino clamores y lamentos”. Un cuarto de siglo después el relato seguía vivo en las calles y llegó a oídos del barón de Humboldt: “Todas las noches andaban por las calles los carros para recoger los cadáveres… gran parte de la juventud mexicana pereció en este año fatal”, escribió.
Los muertos no cabían en los cementerios. Eran sepultados, “fuera de poblado”, en fosas comunes sembradas con cal viva. El arzobispo Alonso Núñez de Haro y Peralta solicitó que un viejo colegio arrebatado dos años antes a los jesuitas fuera improvisado como hospital. De ese modo nació el Hospital de San Andrés –que poco más de un siglo más tarde fue derribado para dar paso a la construcción del bellísimo edificio en que hoy se alberga el Munal (Tacuba 8).
Los héroes ignorados de aquella supercrisis, la epidemia de viruela de 1779 fueron los mismos que hoy enfrentan, sin equipo y sin recursos debido al desmantelamiento del ya de por sí precario sistema de salud, los estragos del Covid-19: enfermeros y enfermeras que aún a riesgo de su propia vida plantaron cara a la tragedia.
En las antiguas crónicas de la Conquista se habla de mujeres que venían con los soldados españoles y “sirvieron mucho en curar a los enfermos”. Entre ellas Beatriz Muñoz, la primera comadre o comadrona que hubo en la Ciudad de México, y la mulata Beatriz Palacios, esposa del conquistador Pedro Escobar, quien “curaba heridos, aderezaba alimentos y hacía guardias”.
Algunos autores consideran a Isabel Rodríguez, española que bajó del mismo barco que Hernán Cortés, como la primera enfermera que hubo en Nueva España. Isabel se había embarcado “soltera y sola” rumbo a las Indias. Según Bernal Díaz del Castillo, en las batallas de Conquista, cuando los brebajes curativos escaseaban entre los soldados, ella aliviaba las heridas “ensalmando y santiguando, y encomendándolas a Dios”.
Hay registro de que en el antiguo Hospital de Jesús, fundado por Cortés en 1524, había un médico, un cirujano, un barbero o sangrador, y un enfermero y una enfermera.
Entre las tareas de estos últimos estaba la de suministrar a los enfermos agua de ortiga, ungüento de agripa de cerdo de iguana, baños a base de cocimientos de eneldo, cocimientos de estafiate, manzanilla de tierra caliente, orégano del país, malvavisco y linaza, así como redaños de cerdos recientemente muertos, entre otros remedios.
La epidemia volvió en 1797 y arrasó por completo la Nueva España. Golpeó de tal forma que Carlos María de Bustamante relató que en el país “era raro ver a una mujer bonita, es decir, que no estuviera marcada de viruelas”.
Ese año cayó enferma doña María Luisa, princesa de Parma. El rey Carlos IV –el mismo que está representado en la estatua ecuestre conocida como El Caballito, de Manuel Tolsá– , ordenó que la familia real se sometiera a un procedimiento que implicaba graves riesgos: la variolización o inoculación de la pus de la viruela, a fin de que los pacientes contrajeran un ataque benigno de viruela (el mundo entero veía con verdadero horror el procedimiento). Para “júbilo de toda la monarquía”, los miembros de la familia real se hallaron muy pronto “en la más perfecta convalecencia”.
Al año siguiente, el inglés Edward Jenner halló la vacuna que inmunizaba contra la enfermedad. Esto llevó al rey Carlos IV a ordenar una de las más extrañas expediciones de la historia. Aquel monarca, considerado débil, manipulable, incluso cornudo, mandó que se armara una expedición científica que llevara la vacuna a América: la propagara en el Nuevo Mundo para frenar tres siglos de cíclicos desastres.
En esa expedición participaron el célebre doctor Francisco Xavier Balmis e Isabel Cendala y Gómez, considerada “la primera enfermera en la historia de la salud pública en México”.
Relataré mañana su historia, en mínimo homenaje a quienes hoy luchan anónimamente contra la horrible epidemia que azota al mundo.