En abril de 2019 hubo una masacre en Minatitlán. Seis sicarios arribaron a una fiesta, disparando. Un testigo relató más tarde que al oír los tiros casi todos los invitados se tiraron al suelo: “Ellos les decían que los voltearan a ver”. Andaban buscando a la dueña de un bar, conocida como “La Becky”.
Los sicarios asesinaron a cinco mujeres, siete hombres y un bebé de un año de edad. Algunos de los cuerpos presentaban tiro de gracia.
La matanza cimbró a aquella ciudad veracruzana. “A mí hijo lo asesinaron por ir a una fiesta”, declaró una mujer.
Centenares de personas, entre las que había varios integrantes de organizaciones civiles, se plantaron en la plaza principal pidiendo justicia para las 14 víctimas.
Unos días más tarde, de visita en Veracruz, el presidente Andrés Manuel López Obrador culpó de la masacre a la “política entreguista”, al “cochinero” que gobiernos anteriores le habían dejado. Se refirió a la tragedia como un “fruto podrido del neoliberalismo” y se comprometió a limpiar, “serenar” y reducir los índices delictivos que había en el país a más tardar en seis meses:
―“¡Me canso, ganso!” ―concluyó.
Eran los días en que sus declaraciones despertaban esperanza y euforia. Había sido dotado por el Congreso de todas las herramientas que solicitó para cumplir sus promesas: presupuesto para programas sociales, una Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana, una Guardia Nacional creada de manera exprés “para garantizar la seguridad de todos los mexicanos”, aumento de delitos que ameritaban prisión…
Aquel día en Minatitlán, López Obrador aseguró que en cuanto pudiera apoyarse en la Guardia recién creada, y entraran en operación sus programas sociales, la violencia terminaría: “Los ciudadanos estarán protegidos”.
A principios de ese año, un mes después de la llegada de AMLO al poder, se presentó en la “mañanera” una gráfica engañosa que pretendía mostrar como un logro del nuevo gobierno una supuesta disminución de los homicidios. Se trataba en realidad de una tendencia que había comenzado en los últimos dos meses de 2018 y que solo indicaba que la violencia había dejado de crecer a la misma velocidad, que su ritmo de crecimiento había disminuido.
En resumen, se aseguró que los homicidios se habían detenido porque ya no habían crecido.
El primer trimestre de 2019 fue, sin embargo, el más violento de la historia reciente: 2,855 homicidios en enero; 2,802 en febrero; 2,836 en marzo: un crecimiento de 9.7% con respecto al mismo trimestre de 2018.
Ya habían aparecido 21 cuerpos calcinados en el rancho Refugio Hinojosa de Miguel Alemán, Tamaulipas. Después de los 13 muertos de Minatitlán hubo 15 más en un bar de Salamanca, 9 a resultas de un enfrentamiento en Saltillo, 28 tras una ejecución en Coatzacoalcos, 9 (y 11 lesionados) en una balacera en Tepalcatepec, 13 (eran policías) tras una emboscada en Aguililla, y otros 9 (seis eran menores de edad), luego de otra emboscada en Bavispe.
Fue el año del Culiacanazo en que el Ejército fue puesto de rodillas y Ovidio Guzmán liberado, y el año en que aparecieron 119 bolsas con los restos de 44 personas en Zapopan, y fosas con 22 cadáveres en Tlaquepaque y Tlajomulco.
La respuesta del gobierno frente a todo ese horror fue anunciar, en boca del secretario de Seguridad, Alfonso Durazo, que el gobierno de AMLO había logrado un “punto de inflexión” en la tendencia de crecimiento de los homicidios. Sin embargo, en los primeros 10 meses del nuevo gobierno la cifra de homicidios aumentó: 28,125 en ese lapso de 2018 contra 28,471 de 2019.
En un año, el presupuesto destinado a fortalecer a las policías locales ―Fortaseg y Fasp―, encargadas de atender el 86% de los delitos que afectan a los ciudadanos, se recortó. Simultáneamente, menudearon las escenas de militares cacheteados, pateados, sobajados. La frase “abrazos, no balazos” parecía indicar que a la autoridad se le había permitido renunciar al ejercicio de las acciones que por ley le correspondían.
Año tras año, los datos ofrecidos por el propio gobierno ―Inegi, Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública, etcétera―, mostraron datos que se oponían a la narrativa presidencial, señalaron errores de diagnóstico y la precariedad, en realidad la ausencia de una estrategia frente a los problemas que el país estaba atravesando.
El discurso presidencial no varió.
La semana pasada el gobierno de AMLO impuso un récord de 156 mil 136 homicidios registrados entre diciembre de 2018 y mayo de 2023. A 14 meses de llegar a su fin, ya superó los 156 mil 066 asesinatos del sexenio de Enrique Peña Nieto ―y no se diga los 120 mil 463 contabilizados en el sexenio de Felipe Calderón.
Se trata de una tragedia inmensa, una tragedia histórica. Porque todo indica que el país se seguirá llenando incansablemente de tumbas, y todo indica que a partir de sus “otros datos” el presidente se empeñará en asegurar que “la estrategia es correcta” y que “está dando resultados”.
La tragedia mexicana cumplirá de ese modo tres sexenios. ¿Cuántos más habrán de transcurrir hasta que podamos detenerla?