Han cesado, por fin, las Olimpiadas, son su desfile sudoroso de venus y adonis rodeados de músculos, las muchachitas rebotantes, el búlgaro potente y la italiana versátil y el jamaiquino veloz. Ese aparador en el que las naciones plenipotenciarias exhiben gente aerodinámica de torso manicurado diseñada por genetistas especializados en bíceps. Muchas gracias. Y ya se calla la gangosa exaltación de los locutores, las pedagogías bobaliconas, y ya empiezan las excusas…

Una vez más ha quedado en claro que la transformación profunda de la patria intensa no incluye al deporte. ¿Podía ser de otro modo? En un país que sufre una crisis educativa crónica, la educación física no tendría por qué ser la excepción. Y una vez más nos preguntamos por qué y fingimos vergüenza. En fin. He aventurado antes algunas conjeturas que reciclo, composta triste, ante el nuevo éxito de nuestro anhelo por cantar derrota.

Para empezar, no creo que los mexicanos estemos inhabilitados para los deportes; son los deportes los que se obstinan en no coordinarse con nuestras raras habilidades. Claro, es difícil que rompa un récord quien viene de una cultura en que la canción “Viva mi desgracia” es un mantra. Y que la pelota mesoamericana estuviese fabricada con cemento tolteca… ¿no era ya una excusa a futuro?

Francamente, eso de “más rápido, más alto, más fuerte” es una idea heteropatriarcal colonizante que nos debería pedir perdón. Si se cambiara por “más despacito, más abajito, más blandito”, pululaba de medallas. Si existiera el salto de bajura, consistente en ver quién llega más rápido al suelo, tendríamos la ventaja genética de ser descendientes de Cuauhtémoc, el águila que se cae. ¿Por qué no es deporte olímpico el vuelo Papantla? ¿Ah, verdad?

Para nosotros lo importante no es ganar, pero menos aún competir: perder es lo único que adquiere gravedad épica. Además preferimos el fracaso subvencionado que el riesgo de triunfar. Y más ahora, cuando El Supremo censura con su manita cualquier aspiración de alcanzar una meta. Si ya declaró que un cuarto lugar es igual a un primero, no faltará para que el décimo sea el cuarto, etc.

Ganar conlleva la amenaza del narcisismo, mientras que ser vencido fortalece la personalidad. Felicitar al triunfador incluye emociones ruines como la envidia, mientras que en reconfortar al derrotado sólo hay piedad legítima. La derrota aporta un placer más duradero y, además, cancela la responsabilidad de superarse. Y es muy creativa, pues propicia la invención de denuncias (fue trampa), de excusas (es de que se rompió mi tenis) y el clamor que exige justicia. La cosa es llegar a la verdadera meta: la lástima, la piedad y, claro, la esperanza, siempre infundada, pero siempre promisoria, no de triunfar en el futuro sino de volver a perder, pero con renovado ahínco.

Sí, entre nosotros el deporte es una forma del nihilismo. La derrota no es para nosotros un revés tanto como un imperativo categórico. Actores del pasado, aún consideramos al deporte un ejercicio de sobrevivencia, y los que descartan el auténtico riesgo de morir carecen de atractivo. ¿Qué sentido tiene correr 100 metros para llegar a una pinche raya? Más audaz es llegar a la banqueta de enfrente sin fémur fracturado o impacto de bala. No nos gusta jugar: nos gusta jugárnosla.

Lo más cómodo y funcional sería crear unos Juegos Patrios de la Cuarta Transformación. Invitar a los amigos bolivarianos. Beisbol y deportes autóctonos. Y claro, los ganadores serán sólo los que consigan empatar.