Solicito conmiseración: el oprobioso fin de año, sobrecargado de emociones reiterantes, me impide llenar esta columna con material novedoso. Como además los fines de año siempre son iguales, me permito reciclar un comentario alusivo que publiqué hace tiempo, con la esperanza de reclutar ojos novatos.
Cerrar años acicateó poetillos que, como todo humano reincidente, se ponen sentimentales y ceremoniosos. Entre mexicanos, el poema obligado es “El brindis del bohemio” del olvidable vate Guillermo Aguirre Fierro. (Para continuar la lectura de esta columna ecoica, conviene guglearlo y leerlo un poquito). Junto al chicloso “Nocturno a Rosario” de Manuel Acuña es el poema más famoso en México. Salvador Elizondo, a quien le encantaba recitarlo con su voz de ornitorrinco, señaló que pertenece a la rara categoría del “poema práctico”, toda vez que incluye desde un manual del perfecto cantinero hasta las instrucciones para el aspirante a Edipo.
Es raro que tanto en el “Brindis” como en el “Nocturno” pese tanto la pesada sombra de la muy mentada madrecita mexicana. Ambos poemas, observa Gabriel Zaid, son “apasionadamente ‘incestuosos’”. Manuel Acuña exhibe su carencia de higiene mental cuando francamente, mete en su lecho a su señora madre y la coloca entre él y la pobre Rosario, mientras que Aguirre Fierro necesita beodez para evocarla y quererla.

El teatral “Brindis” tiene escenario, personajes y argumento: en una cantina, durante una formidable borrachera de fin de año (que en idioma bohemio se dice “libación de requiescat”), seis bohemios brindan ruidosamente por la esperanza, por Europa, por el pasado, por las turgentes prostitutas (en bohemio se llaman “cortesanas que el fango del placer llena de rosas”), por el onanismo (que en bohemio se dice “manos que causan embelesos”), por las flores y, ya ahogados en ajenjo, hasta por la Patria.
Y es ahí donde el bohemio interpósito echa a perder todo cuando, en un arranque de sinceridad alcoholímetra, en lugar de seguir celebrando a las damas que “brindan sus hechizos”, larga el célebre aullido: “¡Por mi madre, bohemios!”, lo que lleva a sus contertulios a sumergirse en una instantánea depresión.
El bohemio que se niega a ser abstemio revive entonces a su difunta madrecita y se la presenta a sus cuates y les explica que ella también aporta embeleso, pero del “santo”; también besa, pero sin expectativa pecunaria; no mete a su hijo bohemio a la cama urente, sino a la cuna pueril; pone su cabeza en su corpiño, pero no para alboroto de Eros sino para “llorar de alegría”. En resumen, doña Bohemia regala cariño, pero sólo del “exquisito, profundo y verdadero”.
Y por si fuera poco su madre solía darle de comer a su bohemito “en pedazos, uno por uno, el corazón entero”. Una imagen francamente antropofágica y a tal grado terrorífica que explica por qué el bohemio se hizo bohemio, por qué tiene “la melena alborotada” y por qué en las mañanas desayuna rivotril.
Porque todo parece indicar que el bohemio trató en vida a patadas a su señora madre que, incluso en el cielo, aún “sufre y llora” por su cría. Al parecer, mientras el vástago brinda, la señora anhela que se ponga una peda tan potente que lo mate expedito para que “vuelva muy pronto a estar con ella” y reclamarle lo mal que la trató.
El bohemio, habrá que suponerlo, habrá caducado. Lo que no ha dejado es de brindar. Igual lo perdonó su mamita y ahora hacen pareja cuando juegan dominó en el cielo con Manuel Acuña y la nocturnal Rosario. ¿Puede haber peor castigo?