Un día normal es lo que más se le puede pedir a la vida, cualquier otro deseo es ambición desmedida, ingenuidad. Todo eso. No negaré que la normalidad me desespera, sí, su rumia tacaña y sus acontecimientos predecibles. Si uno quiere conservar su vida intacta, ¿es conservador? Claro; no quiere romperse un fémur, ni ver a su amante tirarse de un décimo piso; ni tampoco que la noche se alargue durante varios años y la lluvia se cuele hasta la garganta. “Tú jamás tendrás un día normal —me espetaba mi madre abriéndome en dos con la faca de sus ojos verdes, afilados—; tú eres así. No sabemos qué vas a hacer.” Si ella me encontrara ahora hundido hasta la tráquea en mi badulaque normalidad se quedaría muda y ciega de espanto. Día normal: despertar y sentir que las células bostezan y agregan un poco más de peso a las rodillas; maldecir por estar de nueva cuenta en el mundo; ir como una oruga acercándome al mediodía; tomar un libro al azar y decirme: “Pero esto lo sé bien, lo he sabido siempre, lo he imaginado, nada tienen ya que decirme los malditos libros”, me digo, arrogante. Probar algún alimento hacia la tarde, uno que no estorbe al licor y lo condene a ser mera compañía; leer algunos periódicos y refrendar que esta época me es repugnante, que aún sigo siendo un feto aferrado al vientre de una desconocida; hablar con algún amigo, soportar una conversación y alegrarme de tener su compañía; escribir por puro orgullo y tirar golpes a un bulto que no conoce el reposo; encender la pantalla y atiborrarme de película idiotas un par de horas, mientras pienso en mis obligaciones del día siguiente; escupir al alma por haber nacido pobre y tragarme un par de pastillas para dormir y soñar con todas las mujeres que son sólo una porque son todas porque son sólo una. Pinche día normal. ¿No te cansas? He desterrado la auto compasión y mi único dolor es la piedra que descansa desde hace un lustro en mi vesícula. Mi amigo, el filósofo, escritor y médico Arnoldo Kraus llama a esa piedra “tu bomba de tiempo”.

Detesto estar al tanto, porque eso sí que es ignorancia, el miedo a perderse de algo: escuchar que hay un artista que revoluciona todas las bolas que giran alrededor del sol, o que un cualquiera se hace célebre y el rebaño se amotina un par de días; oír por enésima vez que alguien se ha infectado de no sé qué y teme que lo entuben cuando lleva entubado casi la mayor parte de su vida. Al menos eso lo evito yo; esa clase de normalidad, de parálisis permanente (como se hacía nombrar la maldita banda española); hay que moverse un par de centímetros y pedir perdón y un poco de agua. “Es más fácil prever el destino que escapar de él”, cita Salvador Elizondo a Plutarco (Mecanismos mentales, de Salvador Elizondo; Ficticia Editorial; 2021). El destino esta previsto, re-visto, ultra-visto, tanto que es adormidera y salpullido natural. Uno se escapa de él teniendo un día normal, uno de a de veras, que se pueda medir en vez de contar, como escribió también Elizondo, en El grafógrafo, aludiendo a lo que hacían los indios verdes: medir, no contar. Y la medida de mis días la lleva a cabo Henri Bergson, o doña Conchita que cocina mole negro en Teotitlán del Valle, o los meseros del León de Oro; ellos, no la OMS, ni la noticia del día o la vocinglería de la pasta pública. Ayer se me atravesó una piedra y mi día estuvo a punto de cambiar, y recordé otra vez que las piedras son reales y no están al tanto de los ideales humanos. Así, como las piedras bezoares que se crean en las entrañas de las vacas y otros animales y que llegan a medir nueve pulgadas de diámetro (Acerca de la piedra Bezoar, de Noah Cressy; colección Libros del Dodo; Editorial Zopilote Rey; 2020). Si el término Bezoar significa: “el destructor de veneno”, entonces le encuentro sentido a la piedra anidada en mi vesícula. Un día normal: veneno que se carcome a sí mismo para sobrevivir. En fin; les deseo un normal y bonito día.

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