Si una emoción perturba el andar cotidiano de las personas es el sentimiento de injusticia. Es perturbador en cuanto quien lo experimenta no lo puede explicar o describir; y resulta todavía más desolador si uno lo describe o lo comprende y de todas maneras no logra escapar de su acoso sicológico. Es la desgraciada sensación que oscurece el ánimo de tantas personas en México cuando, además, presienten o sospechan que este sentimiento de injusticia va a durar por el resto de su vida y que incluso lo heredarán a las generaciones siguientes. Los recientes asesinatos de jóvenes —en el transporte público— que se trasladan a sus trabajos o escuelas desde el Estado de México a diversos destinos no debería ser olvidado porque resume, de una manera precisa, el origen del sentimiento común de que la injusticia forma parte de una atmósfera a la que uno no tiene más remedio que acostumbrarse. Si el hecho de salir a la calle con el propósito de trabajar pone en peligro la existencia, entonces el pacto social implícito en las instituciones de la República carece de sentido o de representación.

La gravedad de una vida perdida se disuelve cuando las cifras tornan abstracto el peligro de muerte al que se expone el ser individual. Uno a uno los gobiernos que han ostentado el poder de la representación en las últimas décadas han extraviado la confianza de los ciudadanos: tales gobernantes son absolutamente responsables de no preparar senderos éticos de convivencia a corto y a largo plazo y de no crear políticas de largo aliento para aminorar la desgracia cotidiana. Están lacrados por su fracaso. Su ingenuidad o desvergüenza los lleva, incluso, a intentar mantenerse en el ámbito político sustentados en la desmemoria social o en la resignación pública. Al adelgazarse las ideologías y engordar el entretenimiento y la comunicación voraz son las acciones, las teorías prácticas y orientadas a objetivos precisos y la sencillez en la descripción de los problemas (más que las promesas fantasiosas o los partidos políticos estructurados según una tradición que ha dejado de ser eficaz a la hora de practicar la justicia), las herramientas más convenientes que poseen individuos, congresos, jueces, asociaciones, ciudadanos para afrontar la vulgaridad y criminalidad política si es que todavía intentamos construir un horizonte ético para albergar al futuro.

El sentimiento de injusticia es una emoción que se convierte en razón, lamento, o en acción reparadora. Si uno se pregunta “¿qué es la justicia?”, caerá de inmediato en un problema inmenso y se convertirá en una mosca incapaz de salir de la botella. Los textos sobre justicia abundan, pero la tristeza los consume (nadie acude a ellos): se podría hurgar en La República, de Platón, donde se trata el concepto de justicia, mas seguramente resultará farragoso a los lectores de nuestra época; o buscar en Kant, Dewey, Habermas, Rawls, Walzer, Sen, o Rorty, por ejemplo, teorías o posturas filosóficas fuertes sobre lo que significa el concepto de justicia; algo similar podría hacerse en literatura leyendo a Tolstoi, Victor Hugo, Martín Luis Guzmán, Doctorow o Carson McCullers. El sentimiento de injusticia no requiere ser comprendido de forma teórica o universal. Resulta muy diferente intentar saber qué es la justicia, a ponerse de acuerdo sobre las acciones que debemos llevar a cabo para vivir sin miedo (sabemos quiénes son los que nos hacen daño). No hay que olvidar los crímenes que se cometen a diario en México: no son cifras, son vidas únicas, como la suya.

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