Hacia los dieciséis años comencé a ausentarme de las festividades navideñas. El semblante de desilusión de mis padres, al enterarse de que prefería permanecer en casa en vez de acompañar a la familia a la celebración, podía quebrarle el corazón a cualquiera. El adolescente arrogante e impertinente que habitaba su hogar había resultado ser una especie de anomalía inesperada. Ya años antes, durante esas mismas fechas, me habían conminado a recitar poesía ante mis primos, tíos y abuelos, de manera que se me exhibía como a un ave rara que declamaba de memoria piezas extensas de Rubén Darío o de Amado Nervo. Hoy, incontables años más tarde, les agradezco que respetaran mi decisión de enclaustrarme en mi recámara a ver televisión o a hojear mis libros preferidos. Dar la espalda a las tradiciones y resistirme a las diversiones programadas fueron una constante en mi vida desde entonces. Las tradicionales fiestas navideñas acarreaban gastos excesivos, reconciliaciones arbitrarias, escaramuzas familiares y, sobre todo, responsabilidades impostadas. No se me podía entonces considerar un adolescente rebelde y sí, al contrario, una suerte de pragmático en ciernes. A esa edad es imposible encarnar en un rebelde sólido y consciente, más bien se es víctima de los humores, de las intuiciones o de una miríada de emociones pasajeras.

Una de mis tías, algo santurrona, pero atractiva y simpática aludía a la religión como el motivo fundamental de la reunión navideña. Ausentarse de esta liturgia siendo tan joven, me apartaría de un camino honrado o libre de pecados. Es probable que fuera ella la única que extrañara la presencia del sobrino que recitaba versos de Rubén Darío. No estoy seguro de si extrañaba mi persona, lo cual me habría hecho sentir admirado, o de si sólo deseaba completar la decoración para alabar al dios de su iglesia y así cumplir al pie de la letra tradiciones cuyo origen resultaba en general, para todos, confuso y misterioso. Cierto profesor maligno, así lo habría considerado mi hermosa tía, me había obsequiado en el primer año de preparatoria Cartas desde la tierra, de Mark Twain. En este libro se tenía al ser humano como dueño de una peculiaridad pasmosa o, en el mejor de los casos, se decía que éste no llegaba más allá de ser un ángel de pacotilla que, pedante, se consideraba a sí mismo la construcción más acabada y noble de Dios o del Creador.

Las acusaciones anteriores no son más que literatura, pero sí mermaban el respeto que un adolescente debía experimentar hacia alguna clase de creador universal de las cosas. Hoy aún me pregunto si acaso existe algo más que literatura, juego caótico e indefinido a partir del que inventamos alguna clase de sentido a lo que somos o hacemos. No podría detenerme en un tema que, si fuera yo una persona seria, habría de tratar más clara y exhaustivamente (no olvido que escribo en un periódico y que la sencillez y oportunidad son virtudes necesarias en este espacio). En una entrevista publicada en la revista Avispero, el admirable filósofo, Mauricio Beuchot, hace la diferencia entre lo que es una tarea y un juego, de manera que si se desea jugar, uno debe, primero, llevar a cabo y responsablemente la tarea. Es algo así lo que Beuchot procura decir a sus alumnos. Creo que tiene razón y si bien la literatura posee una naturaleza de juego que no conoce restricciones fundamentales ni tareas ortodoxas, creo también que, en la política, como en la mayoría de las áreas, uno tendría que aprender antes que juzgar; sopesar y especular antes que condenar; reflexionar o meditar antes de expresarse frente a un público variopinto.

Bueno, en fin, aquella rebeldía juvenil a la que me he referido no era más que juego sin tarea, impulso fuera de orden práctico, literatura incipiente. Pobres de mis queridos padres que debieron soportar a ese ángel de pacotilla que les estropeó, más de lo normal, su celebración navideña. Pobres, también, de los ciudadanos cuyos representantes políticos, en su gran mayoría, no realizan la tarea y sus acciones son producto de la ignorancia y de la marrullería; estos sí que echan a perder la fiesta, el juego, la vivencia agradable.

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