Escalofríos, estertores, un temblor emocional me recorre cuando llego, de manera accidental, a poner atención en la pantalla de televisión y me entero de su contenido, sus comerciales y de la aberrante publicidad que acompaña la vida cotidiana de un espectador citadino de este medio. ¿Aquellos que casi no acudimos a la televisión alcanzamos todavía el nivel de ciudadanos o somos ya considerados anormales? La pandemia o el hecho de que haya más cubre bocas que preservativos tirados en el piso no me sorprende; una sociedad erótica deja su lugar a una sociedad enfermiza. Me desconcierta más la relación que existe entre las personas y su entorno. Camino y descubro en el bello edificio Ermita, en Tacubaya, que una compañía de seguros ha desplegado un gigantesco anuncio que reza: “Vivir es increible”, si mal no recuerdo. Tal tontería es una muestra de que se habita un medio en el que los oportunistas andan a la búsqueda de incautos y regresan a sus casas y arcas siempre satisfechos. A pesar de que esa clase de frases carecen de sentido no es difícil sospechar que tras la simplicidad de dichos epitafios se da por hecho la ingenuidad o el sonambulismo de sus habitantes. Ni siquiera se expresa en dicha publicidad una postura optimista, alguna que pueda refutarse o de la que uno logre siquiera mofarse. Sólo hay aquí esputos y cinismo. ¿Qué increible es vivir, no? Caray. Uno es niño siempre y luego se muere, ya sea que tenga cuatro años u ochenta. Me dirán que uno de los rasgos de la publicidad es llamar la atención vía cualquier arma o medio. Ha llamado la mía, por ejemplo. Sin embargo, jamás compré, ni me interesé por un seguro de vida que debes pagar ritualmente en tiempos de salud y que no te servirá de nada cuando en realidad lo necesites. Tendrás que suplicar, rogar, acudir a abogados, hacer cuentas de tus vísceras, sacar la lupa para revisar los contratos y al final no habrá nada más justo y generoso, ni nada que te proteja tanto como la muerte. Ella sí que es un seguro de vida. Mark Twain tenía razón al escribir: “No se obtiene más cielo por haber sufrido ochenta años que por morir de sarampión a los tres”.

El jueves pasado escribí un tuit que rezaba: “Si los judíos son el pueblo elegido, es discusión o cháchara religiosa. De lo que no tengo duda es que los mexicanos somos el pueblo no elegido”. Siempre habitando la crisis, la corrupción política, los asesinatos constantes, el futuro cancelado y amparados en una constitución más violada que Tralala, el personaje femenino al que ultraja, hasta matarla, un número considerable de hombres cobardes, en La última salida a Brooklyn, novela publicada por primera vez en 1966 y que en un principio fuera prohibida en Londres por magistrados cobijados por la Ley de Publicaciones Obscenas (nada podía tener de obscena esta obra triste y conmovedora, pero la inquisición en todas las épocas suele no soltar la espada, incluso mientras duerme). Me parece que lacrar una de las avenidas más transitadas de la ciudad con la frase “Vivir es increible” sí que resulta obsceno. Yo no prohibiría la leyenda, por supuesto, no soy un inquisidor; pero sospecho que detrás de semejante mensaje simplón y en apariencia ingenuo se oculta el canto de una sirena criminal.

El deseo de riqueza o fama es más ordinario que una enfermedad venérea, pero se presenta hasta en las personas más ecuánimes. La gente pobre y cierta clase media modesta, e incluso alta, no tiene la menor idea de cómo vive la gente más rica y opulenta en México, la verdadera; no se sientan a su mesa, ni tienen idea de la diferencia, esta sí obscena, que existe entre personas que se dicen mexicanas. No la conocen, sólo sufren los estragos de su existencia. Los eslóganes de la aseguradora tienen razón; no yo. Para ello existe la pobreza infame y los continuos asesinatos en el país, para certificar que “Vivir es increíble”.

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