Las personas, cualesquiera que sea su condición, tendrían que poder viajar y sacudirse los prejuicios que han alimentado en su propia tierra, respirar otros aires, experimentar el movimiento y el sentimiento vertiginoso de alejarse de casa. Si no desean hacerlo y prefieren cobijarse bajo la sombra de sus muros infranqueables, si han elegido hacer de su cautiverio un horizonte y un mundo abierto entonces nadie tendría derecho a increparlos o a poner en duda su decisión. Después de todo, el mundo es una continuación de la mente y ellos prefieren la raíz, el sosiego el reposo a la vida agitada de los cuerpos en movimiento. Sin embargo, el hecho de no poder viajar por carecer de dinero, o porque el tiempo dedicado al trabajo es excesivo e insuficiente para destinar una cantidad monetaria a la travesía, entonces nos hallamos dentro de una situación diferente, una que implica el agravio y la afrenta a la libertad individual. No sólo anula la posibilidad de compartir la igualdad en relación a las libertades básicas de los seres humanos, sino que su arduo trabajo es productor de pobreza (tal como lo comprende John Rawls en el capítulo dedicado a los principios de la justicia en su libro fundamental: Teoría de la justicia). El viajero y escritor aventurero Blaise Cendrars, por ejemplo, comienza uno de sus libros biográficos, El hombre fulminado, citando a Descartes e invitando a sus lectores a acudir al gran libro del mundo, a viajar y tratar con gentes de distinto humor y condición, a recoger diversidad de experiencias, a ponerse a prueba a sí mismo en la fortuna.

Mi incitación al viaje no es una invitación a la conquista, ni a la exhibición del poder, mucho menos a promover la tranquilidad social del sedentario envidioso o competidor. Después de todo, como lo escribe Joseph Conrad en su novela breve El corazón de las tinieblas, para ser conquistadores se requiere tan sólo la fuerza bruta: “algo de lo que no se puede presumir, pues esa potencia no es más que un accidente derivado de la debilidad de los demás”. Tal potencia no es a veces más que dinero, y la conquista no es otra cosa que deseo de humillar o de sobajar, acciones que carecen absolutamente de gracia y humanidad. En París era una fiesta, Hemingway le dice a su mujer: “Nunca salgas de viaje con una mujer que no amas”. Y una expresión así denotaba, como sabemos, el placer total que el escritor estadounidense le exigía a los viajes (aunque también se hallaba sobre él la sombra y experiencia de su amigo Scott Fitzgerald, para quien su esposa Zelda representaba una tribulación, un ancla sentimental y un continuo sufrimiento).

Insisto en afirmar que si una persona no desea viajar, está ejerciendo su libertad o poniendo en marcha su idea o noción de la tranquilidad. Mas si no puede hacerlo a raíz de su pobreza, pese a trabajar con denuedo, la sociedad en que vive y en la que confía está limitando su libertad y tratando al individuo como a un animal en cautiverio. Un alud de comentarios éticos y económicos sobrevienen a este respecto. Yo me limito a señalar a aquellos —y aquí sigo a Rawls— que al crear riqueza empobrecen a una parte de su comunidad, ya sea porque acumulan demasiados bienes (arrebatándolos a otros) o porque consideran que el libre mercado es una arena donde sólo los conquistadores son capaces de ejercer la libertad. Es posible que las multitudes no viajen y que esa parálisis sea vital en su constitución, mas yo no quisiera referirme a las multitudes, sino al horizonte cultural de una persona, de un individuo que desea ampliar su mundo a través de sus pasos. Antonin Artaud, escribió en El teatro y su doble: “Si la multitud actual no comprende ya a Edipo rey, por ejemplo, me atreveré a decir que la culpa la tiene Edipo rey, y no la multitud.” El deseo que movía a Artaud, en realidad, era el de atacar a las obras maestras —a las grandes obras— que daban luz a la miope multitud de lectores. Estas grandes obras, como las grandes fortunas son una lacra para la civilización en cuanto su simple existencia nos obliga a girar alrededor de ellas y a someternos. El deseo de la gran obra o de la gran fortuna empuja a muchos seguidores o emuladores a producir obras malas y desgracias económicas. En una entrevista que le hiciera Paul Krassner, Norman Mailer, el escritor judío se quejaba ya de esta proliferación anómala y observaba: “Hay un exceso de gente que escribe en la actualidad y que no entrega arte al mundo. Pero se hace terapia a sí misma”. Y, agrega, en la misma conversación: “En tiempos malos los deseos de la multitud son malos, son bajos, feos, miserables, cobardes...”. Yo estoy de acuerdo y creo que vivimos tiempos malos. Y si las personas que desean viajar, leer buenos libros o tener oportunidad de estimular su conocimiento en los medios, y no pueden hacerlo, entonces los asuntos de la comunidad no marchan nada bien. Por otra parte, y para culminar mi comentario, añadiré que, además, los gobiernos de los países ponen cada vez más restricciones para que la gente común viaje: pareciera que sólo los adinerados, los estudiantes, los miembros de instituciones reconocidas y, en general, todos aquellos que pertenecen o son propiedad de una actividad reconocible pueden viajar sin ser sospechosos de maldad.

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