Empujé la puerta del baño de uno de los restaurantes bares, cantinas, o como se le quiera llamar a esos lugares donde las personas se reúnen libremente para comer, beber, pelearse, cantar o, en pocas palabras, vivir y buscar una alternativa a la soledad o a los paraísos —o infiernos— familiares a los que han sido condenados por las tradiciones, las formas sociales, la economía, las malas decisiones o la infame o buena suerte que el destino les ha deparado. Antes de salir del urinario o cuarto de esfínteres, le extiendí un billete al hombre que auxilia a los clientes y les ofrece un papel para secarse las manos, o les vende chicles, etc... Yo lo conocía de vista, puesto que soy asiduo a ese bar y es mi costumbre ser gentil, pues procuro ponerme en los zapatos del otro. Que el otro sea un extraño es la fuente más legítima del respeto. Este hombre, próximo a los 40 años y sustento único de su familia mostraba un semblante de resignación y rabia ya que la noticia que acababa de recibir ensombrecía su ánimo. Se había enterado de que, por órdenes del gobierno, cerrarían otra vez el bar en nombre de su propio bien, de su salud, de la higiene y sanidad de los ciudadanos conscientes, aunque incapaces de defender sus derechos más elementales. El gobierno, exhibiendo una sobriedad beatífica, intentaba también imponer un límite a quienes consumían alcohol y que, guiados por una mínima búsqueda de felicidad, charlaban en voz alta, cantaban o se desvelaban durante una época en la que —como cualquiera puede constatar— más de la mitad de la población está agonizando, muriéndose y las pilas de muertos en las aceras no permiten a los peatones siquiera caminar. Una época en la que los niños se hallan en peligro de volverse fiambres a temprana hora: ¡Los hijos! El mayordomo del mingitorio no estaba enterado de que en Inglaterra y otros países los niños y jóvenes seguían yendo a la escuela ni estaba versado en estadísticas, números, ni nada: él sólo era otra víctima del temor al apocalipsis y a quedarse otra vez sin empleo.

Cuando este hombre en cuestión no está dentro del baño sale a bolear los zapatos de los habituales a las mesas donde departen los comensales (léase borrachos si usted gusta de lanzarnos a la cara sus fantasías éticas). Le entregué una buena propina y arengué a los pocos parroquianos que se hallaban también en el mingitorio para que cooperaran (pusieron entre 10 y 20 cada uno pesos en la bandeja). Renuncié a esgrimir un discurso y decirle al mayordomo del urinario que su situación era consecuencia de la mala administración de todos los gobiernos que prometieron y actuaron en su nombre e incluso le permitieron votar para que creyera que su decisión resultaba importante y crucial y que su penuria era, en realidad, culpa de él, un ciudadano con derecho a voto, un ser libre y autónomo. ¿Cómo decirle lo bien que ha sentado la pandemia a los gobiernos, pues el miedo va fundamentando su autoritarismo y extendiendo sus tentáculos hasta la vida privada? Una vez fuera del bar vi a un automóvil oficial del INVEA, cuyos tripulantes aguardaban a que se cumplieran las normas dictadas para, de lo contrario, morder, desgarrar, ejercer el cohecho. No logré contenerme y los enfrenté: “Roedores como ustedes son el virus que nos mata desde hace tantos años, cabrones”. Les tomé una fotografía y en vez de recriminarme salieron huyendo como si se tratara de “ladrones”. La preservación del espacio público, en realidad, les tiene sin cuidado (cualquiera puede tomar una bocina y desquiciar la tranquilidad citadina), pero las prohibiciones y limitación de la libertad ciudadana por parte del gobierno los hace más fuertes e impunes en estos tiempos de miedo, pobreza y rapiña. Los propietarios pagan cuotas ante la amenaza de los sellos medievales y que acentúan el escarnio público. Los daños colaterales de la célebre gripa serán enormes. Se los recordaré.

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