“Acerca de Hitler no se me ocurre nada”. ¿Y qué podría ocurrírsele a Karl Kraus (1874-1936) ante engendro semejante? Kraus aún no conocía los alcances del desastre que provocaría aquel austriaco, Hitler, cuya ridiculez superó en malignidad a casi todos los hombres que hemos conocido en la historia. ¿Qué se le puede ocurrir a uno ante los crímenes más bestiales o frente a las personalidades más nocivas que inundan la vida pública? Pues nada; nada de nada. Y todo ello tomando en cuenta que el mal es ridículo en esencia y que su comicidad parece irrebatible. ¿O no es algo cómica la llegada de la muerte cuando se le ha esperado siempre? Y de pronto aparece como un mal chiste, una secuela que sólo es capaz de despertar la risa. “Acerca de Hitler no se me ocurre nada.” La imaginación desaparece, se escinde, se suicida ahogada en un silencio que la somete. El azoro que muestra esta frase de Kraus, en La tercera noche de Walpurgis, define los límites del concepto de humanidad, es decir los límites del lenguaje y de la imaginación. La casa que el lenguaje ha edificado para ser habitada, de pronto se viene abajo con todo su humanismo e ideales. Por ello decimos que nos hemos quedado mudos ante tal o cual acontecimiento. Admiro, en verdad, a los escritores de cualquier clase que son capaces de nombrar a los personajes de la política, denunciarlos, llevar a cabo su crítica; me sorprende que los nombres de tanto rufián ocupen planas completas en las publicaciones masivas y que en vez de estar muertos o desterrados sean todavía cascajo sobre el que se construye un “futuro”. Lo siento, pero a mí ya no se me ocurre nada, acaso caminar y observar.

Leyendo el libro de Wolfram Eilenberger, Tiempo de magos, (Debolsillo; 2021), acerca de cuatro filósofos (Cassirer, Heidegger, Benjamin y Wittgenstein), he reparado en que la trágica vida de Walter Benjamin tuvo sentido en la medida en que él no podía dejar de observarlo todo. Nada de este mundo le era indiferente y debido a ello se dispersaba, establecía relaciones entre las cosas que parecían imposibles de comparar, se percataba del lenguaje de las calles y de las vitrinas, de los mostradores y del piso de los bares que frecuentaba. Eilenberger escribe en su libro que, a sus 37 años, Benjamin ya había acumulado decenas de fracasos y consumía su tiempo escribiendo columnas, haciendo publicidad, escribiendo acerca de cualquier cosa o asunto, celebrando la embriaguez y el exceso como formas de conocimiento del mundo. Benjamin se suicidó a los cuarenta y ocho años, amedrentado por la sombra cada vez más oscura del fascismo y de su líder, Hitler, a quien odiaba profundamente a causa no sólo de su antisemitismo, sino porque el político populista y líder de masas germánicas representaba todo lo contrario a la curiosidad, sensibilidad y amor por el paseo del observador minucioso y amante de las ideas.

“El mundo es una disminución progresiva de la luz”, escribía Thomas Bernhard. Y cuando recuerdo esta definición no logro más que asentir y confesar la decepción que me causa no escribir algo interesante o revelador acerca de tantas personas que ayudan a oscurecer este mundo; nada sobre esos personajes y criminales de toda clase que son el lado contrario a la hospitalidad. Frente a toda la cochinada que erosiona la aspiración a la felicidad mínima sólo puedo decir, como Kraus: “No se me ocurre nada”. Y en verdad siento mucho que no se me ocurra nada y que, además, los nombres de personas que aparecen continuamente en los medios comiencen a serme absolutamente extraños. ¿A quién que lea esta columna puede importarle Benjamin o Kraus cuando desea saber acerca de las noticias del día, de los crímenes más célebres, de la farándula y de sus extraordinarios problemas humanos? En Pútrida patria, W.G. Sebald se refirió a varios pensadores y artistas austriacos como los “buscadores de la infelicidad”. Nosotros, en México, no requerimos buscar la infelicidad, ya que aflora en los anatemas, las noticias, el insulto y el crimen verbal cotidianos. ¿Qué añadir o hacer ante eso? Al menos hoy, no se me ocurre nada.

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