Hace un par de semanas falleció el filósofo Luis Racionero. Cada vez que muere una persona que admiro o que me ha ayudado a sobrevivir a la locura contemporánea, pienso en una breve multitud de personas que, si se marcharan, harían de esta tierra un lugar más amable o menos inhóspito de habitar. En estos días en que la afición al sainete del apocalipsis y las decisiones abruptas y no razonadas muestran hasta qué punto se ha perdido la brújula de la prudencia social, la muerte de un filósofo es dolorosa porque acentúa el sentimiento de orfandad ética y de racionalidad que se impone en los tiempos que corren. Leí su Filosofías del underground en su cuarta edición de 1984, aunque el libro había aparecido siete años antes. Como la mayoría de las cosas buenas que me han sucedido, el libro llegó a mis manos en un momento preciso e inesperado. Además de desear, en ese entonces, ampliar mi mundo, a través de emociones, de experiencias o nuevos conocimientos, también deseaba ofrecerle un cauce a mi malestar mundano. Quería rebelarme y concentrar mi desconfianza ante el poder económico y político de alguna forma que no fuera en sí limitante, redundante Quería trasladarme a otra región del conocimiento y lograr un cambio de perspectiva para observar el entorno y hurgar también dentro de mí mismo. Ver en el espejo y también a través del espejo. En pocas palabras, quería emanciparme de una sociedad que me disgustaba. El espíritu romántico ataca en mayor medida a los jóvenes y el resultado de esta influencia puede ser un impulso vital que los lleve a una reflexión más profunda de su mundo, o puede destruirlos y convertirlos en soldados de las mismas causas que detestan. Racionero fue un estimulo de la primera instancia: buscaba trastocar los valores racionales dogmáticos y mostrar que no existía un pensamiento unificador o totalitario, sino que la cultura subterránea, el romanticismo poético, las sustancias que alteraban la ruda percepción de la realidad, la flexibilidad en el juicio y las filosofías orientales podrían defendernos de un positivismo científico dominante (el positivismo no encuentra diferencia entre esencia y fenómeno; es nominalista; separa los juicios de valor de la experiencia; y cree en un método fundamental para la ciencia). Racionero nos muestra que la cultura underground o contracultura es sincrética, heterogénea, tolerante y que no utiliza la razón o la lógica como una espada religiosa que castiga a sus feligreses. No es de extrañarse entonces que, en este libro el cual tuvo un sinnúmero de ediciones, se le dedicaran capítulos o disertaciones a Herman Hesse, William Blake, Byron, o culturas como el anarquismo, el Taoísmo, el Sufismo, el Chamanismo o las sustancias sicodélicas. Así como Antonio Escohotado ha expandido a través de sus libros una cultura de las drogas, su comprensión, historia y uso desde la Antigüedad, Racionero encontraba en las sustancias sicodélicas una manera de abrir ventanas a la celda de una realidad agobiante. La inmaculada percepción de los filósofos ortodoxos o positivistas podía ser combatida a partir de estimular la imaginación y de tomar conciencia de la existencia de mundos mentales no sometidos a los dogmas del trabajo, la economía, la ciencia de la razón cartesiana o el positivismo.

Para quien piense que el hipismo o la escaramuza romántica carecen de sentido y son anacrónicos, yo objetaría —pese a ser simpatizante del punk— que ninguna ideología o sistema filosófico tendría que ser predominante o imponerse a los individuos. Yo conocí a Racionero en un restaurante en México, el Salón La Luz en la calle de Gante. Al principio su actitud era la de alguien aburrido y distante, pero al fluir de la conversación y después de compartir algunas sustancias todo se tornó más amable y revelador. Se hallaba demasiado solo en México y su visita no tuvo el recibimiento que debería haber tenido un filósofo tan influyente en los jóvenes que lo leyeron a lo largo de varias décadas. Quien ponga en duda la profundidad de sus libros se equivoca si no toma en cuenta que también tenía que ocuparse de vivir, de tener mucho sexo y de experimentar estados desconocidos en su propia percepción de las cosas. La miscelánea y la dispersión aparente de su obra estuvo encaminada a excitar la imaginación humana desde formas no convencionales. De él también leí, Del paro al ocio, El progreso decadente y El libro de los pequeños placeres. Como el anarquista inteligente que fue en vida, se rehusó en sus libros a plegarse a sistemas fascistas de pensamiento que suelen reducir al ser humano al engranaje de una gran maquinaria. No conozco las razones de su muerte a los ochenta años, pero quiero pensar que fue a causa de la decepción que le causó el mundo disparatado de la comunicación y la tecnología cerril que han mermado la autonomía y la imaginación de los terráqueos que, en realidad, son los alienígenas en la buena y placentera convivencia. Por cierto, el artículo que se le dedica en Wikipedia es insustancial: pásenlo por alto.

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