Los placeres humanos son efímeros, ya que de lo contrario causarían un dolor aterrador e insoportable. Su fugacidad intrínseca es constancia de que no estamos destinados para durar y de que referirse a una vida como “breve” o “larga” parece un despropósito o simplemente una broma deslucida, amarga inclusive. La ebriedad, uno de los placeres más visitados, es, en su carácter de acción libre, muy apreciable mientras no cause malestar ni les arruine a otras personas su estancia en la tierra. Como he expresado varias veces en esta columna creo que los vicios representan la sal de la vida y que carece de importancia si las personas son viciosas mientras sean inteligentes. Si bien es imposible medir la inteligencia o atarla a una definición dogmática, me gustaría concebirla como la capacidad de comprensión del entorno y el conocimiento que posee uno de sí mismo: lograr situarse en el mundo, observar, saber sumarse a la circunstancia. Los ebrios pesados y estúpidos llegan a ser intratables: yo aconsejo ponerse más borracho que ellos e intentar comprenderlos, pero además de que mi consejo dará la impresión de ser una mala broma es, digamos, insuficiente.

Ni siquiera me detendré en la nociva costumbre que tienen algunos empleados y funcionarios del Estado en decretar leyes con el propósito de inducir a la abstinencia alcohólica. El mensaje implícito en estos decretos es: “Usted es estúpido; por lo tanto, cuando se entrega a la ebriedad causará daños públicos y es nuestra obligación evitar que algo así suceda”. Cuando se prohíbe la venta de licores o se llevan a cabo esta clase de limitaciones ya no protesto ni me incomodo, sólo procuro beber más de lo habitual a la salud de la prohibición. Me he referido en este espacio a tantos libros en que la ebriedad es personaje central, El desencantado, de Bud Schulberg; Casa del Ángel Fuerte, de Jerzy Pilch; El diario del ron, de Hunter S. Thompson; La leyenda del santo bebedor, de Joseph Roth son sólo algunos de ellos (el prólogo que escribió Carlos Barral para la novela de Roth, en la versión de Anagrama, es muy recomendable). La obra de Charles Bukowski no tiene casi nada que ver con la ebriedad, pese a que las botellas abundan en todos sus libros, allí lo que se muestra es como una vida ordinaria puede crear belleza y gracia.

Recuerdo que, estando en una plaza de Berlín, en Hackesher Markt, había yo bebido dos tarros de cerveza y animado por el sol y el murmullo jovial de las mesas vecinas le solicité a la mesera una cerveza más. Al escucharme, mi sobrina Alexa que, en aquel entonces tendría ocho o nueve años, me preguntó sorprendida, pero también severa: “¿Vas a pedir otra cerveza, tío?” De inmediato y algo avergonzado me volví a la mesera y le dije: “Disculpe, me equivoqué, en realidad quiero dos cervezas, o de una vez traiga por favor la jarra entera”. Desde entonces mi sobrina dejó de contarme los tragos o hacerme observaciones al respecto. A eso le llamo yo provocar una buena educación. Los escritores beben, en mi opinión, para atenuar la intensidad con la que el mundo atormenta su imaginación y sentidos, y porque generalmente no logran evadirse del influjo de los actos humanos más rapaces y primitivos. Autores tan distintos entre sí como Poe, Bukowski, Hemingway, Fante, Capote o Anthony Burgess, por nombrar sólo a escritores de lengua inglesa, compartieron una capacidad de observación y afección que requiere ser limitada puesto que provoca dolor y nerviosismo, sufrimiento y un agobio extraordinario. Así como un enólogo es capaz de advertir las diferencias de calidad entre un vino y otro; de la misma manera se revelan a los ojos del escritor la altura moral, el grado de barbarie, la atroz vulgaridad de algunas personas, sin importar la riqueza o posición que guardan en la sociedad: apenas una de ellas se expresa, su escasa humanidad aflora y causa daños a la sensibilidad y al paisaje. Se sufre, en verdad. Lo anterior me hace recordar las palabras de un gran amigo, el pintor y artista cubano —y tremendo personaje— Arturo Cuenca, a quien conocí en La Habana y que pasó una larga temporada en México. Él era escrupuloso y muy refinado estéticamente en todo aquello que tuviera que ver con la vestimenta. Cierta noche a principios de los años noventa, en el tan cacareado bar 9 de la Zona Rosa, me espetó directamente: “Guillermo, ¿por qué te vistes tan mal? ¿No te das cuenta que a quien lastimas es a nosotros, los que tenemos que verte? No es justo; nos haces sufrir”. Creo que es una buena manera de describir lo que algunos escritores llegan a sentir cuando escuchan a tal funcionario, político o a cualquiera que realice un servicio público, expresarse en palabras (ya que decir de las acciones). Se trata de un sentimiento de orfandad, de penuria e invalidez que hace de la vida en común un fardo ignominioso. Y no crean que se trata de arrogancia o deformación provocada por el oficio: es simplemente ver de más. No en vano beber licor da cierta tranquilidad al alma y a algunos los hace, también, mejores personas.

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