Europa se ha vuelto vieja, pero no se mira por ninguna parte a los adultos. Esta impresión de Peter Sloterdijk acerca de Europa se extiende más allá de este minúsculo continente. El adulto va dejando de existir para dar paso a una masa nerviosa que se mira al espejo y ya no es capaz de envejecer. No quiero aludir a la metafórica juventud de Dorian Gray, sino más bien a una parada permanente en un estado de hibernación juvenil que no permite al ser humano abrirse a la experiencia y, por lo tanto, a la reflexión de su estar en el mundo. La biografía se extinguió.

A donde mires no hay más que malogrados aspirantes a ser adultos. Domados, indiferentes incluso en sus pasiones, reacios a pensar y a hacerse responsables de un pasado histórico que les proponga alguna clase de evolución social, se hallan instalados en economías, sistemas comerciales y tecnología que ni siquiera comprenden, pero que habitan durante toda una vida exiliada de cualquier progreso realmente personal. La crítica francesa Viviane Forrester (1925-2013) escribió que “la indiferencia casi siempre es mayoritaria y desenfrenada” y añadía que “para cualquier sistema, la indiferencia general es una victoria mayor que la adhesión parcial”. Sostenía Forrester, que el pensamiento es en esencia peligroso y que uno no aprende a pensar, sino que desaprende a hacerlo. Este desaprender al que han sido conducidas las mayorías es, precisamente, lo que no permite la existencia de adultos en la actualidad. Estas masas de cuya juventud truncada se han aprovechado los consorcios de la comunicación, la tecnología y los sistemas de comercio que las manipulan y las convierten en un lastimero bolo alimenticio; estas masas indiferentes, anti históricas, irreflexivas y domadas no son, por cierto, la conclusión de una utopía social. Al contrario, son su muerte y su revocación absoluta.

Si dejo atrás el ánimo y tono belicoso y honradamente rebelde de Viviane Forrester, no logro, de todas formas, dejar de creer que el pensamiento, la lectura y la responsabilidad de la vida propia tendrían que conducir en el presente a la rebelión y a la resistencia razonada; eso en vez del espectáculo de las rebeldías inútiles, que sólo encarnan el gesto pasajero y la desactivación de modificaciones sociales profundas. El estancamiento en una juventud carente de pasado y de futuro hace de la sociedad un hervidero de seres dominables y dóciles peones al servicio de las empresas modernas. Sus hábitos y su conducta no parecen ser consecuencia de la experiencia inédita ni de la agitación crítica; por el contrario, tales hábitos son inoculados, impuestos como una vacuna diseñada en laboratorios de cuya estructura funcional y comercial nada sabemos.

El simple hecho de que todo lo que hacemos tenga que ser “divertido, familiar y correcto”, ya nos remite a unos seres aburridos por antonomasia, despojos de utopías canceladas, protagonistas de coreografías robóticas. Me invita al sarcasmo y me causa cierta sonrisa irónica que las entidades políticas, comerciales, y las empresas de entretenimiento como Netflix (por referirme a una muy popular) dirijan sus estrategias de crecimiento hacia lo que llaman el público joven. ¿No es risible? ¿Alguien ha visto a un adulto en los últimos días? ¡Todos son jóvenes enumerados y construidos para vivir eternamente en cápsulas aislantes!

Una digresión pensada. El historiador Irving A. Leonard escribió en los años 80 del siglo pasado y a partir de su experiencia en las letras de la Época Colonial o América Española: “La literatura, particularmente en estos tiempos, no puede seguir siendo un lujo: tiene una misión democrática y pragmática que desempeñar, el deber de ofrecer un mayor entendimiento de la humanidad y de su mundo”. México se ha vuelto viejo, como Europa, pero no sus pobladores. Irving A. Leonard, sostenido en su amplio conocimiento de la literatura americana colonial, mantenía esta convicción hasta finales del siglo veinte. Ahora nos debe parecer un propósito irrealizable, luego de cinco siglos de desarrollo y utopía que jamás concluyeron.

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