Tal parece que nos hallamos condenados a ser los administradores de lo superficial. ¿Quiénes? La mayoría de los seres humanos. Y, sin embargo, ¿quién soy o me creo yo para hablar de los seres humanos? Ni siquiera puedo salir totalmente de mí mismo para, desde fuera, como un dios, construir una visión objetiva del mundo en el que vivo. Algo así es imposible o, al menos, problemático. Entre las más socorridas y engorrosas regiones de lo superficial se encuentran las denominadas generaciones: incluirnos dentro de una generación a partir del año en que nacemos, la época en que vivimos, las afecciones comunes que nos provoca el entorno, es una costumbre tan aceptada que esta se nos impone como un definitivo rasgo de identidad, una especie de ritual obligatorio en el que somos bautizados y condenados a ser parte de un ejército o cardumen que nosotros no elegimos. En lo personal (¿qué cosa significaría en lo no personal?) me resulta incómodo ser o haber sido asignado a determinada generación que presuntamente se comporta, piensa o actúa de una manera tal que se distingue de otras; una generación a la que, supuestamente, uno debe pertenecer y que lo representa o contempla como a otro más de sus especímenes.

Recuerdo a la Generación X cuya novela emblemática y bautizada bajo el mismo título, reunía o describía las características de una camada de jóvenes, habitantes de los años 80, y que se extendía más allá de los Estados Unidos, hasta los confines de la aldea global o comunicada uniformemente. Después escuché nombrar a la Generación Prozac Emo, Millennial, a la generación de la política correcta y, antes, a varias otras que se ubicaban en alguna década del siglo pasado o estaban asociadas a ella como tribus nacidas en su seno, fueran los primeros hípsters, jipis, desencantados, pasotas y tantos grupos más.

Me pregunto ¿cuándo aparecerá la Generación Inteligente? Ello representaría una noticia que rebasa la superficialidad social. No la atisbo en el horizonte cercano ni obtengo señales de su próxima aparición. Por el contrario, descubro el brote de nuevos radicalismos asentados en el desconocimiento, en la pasión brutal e, incluso, en las buenas intenciones (esas que deterioran o matan). Aclaro que no aludo a la inteligencia artificial, ya que esta no puede ir más allá de intentar simular la inteligencia humana y sus alcances me parecen, al menos, poco interesantes. Es posible que la generación a la que me refiero ya se encuentre entre nosotros, sólo que está diseminada en un campo que no es homogéneo o plano: un grupo de personas que no se define a partir de la edad, el entorno o la cultura, pero que está consciente de que la objetividad (conocer la neta, pues) es un enorme dilema para la ética y la libertad. “No puedo salir por completo de mí mismo. El proceso que empieza como un medio de ampliar la libertad parece conducir a su destrucción”. La anterior sospecha de Thomas Nagel es relevante y una Generación Inteligente tendría que tomarla en cuenta: saber que una libertad absoluta es impensable y que nuestra noción personal de lo otro siempre nos limita. Creo que el determinismo social es una ilusión, casi una broma, y no podemos predecir completamente nuestros actos ni tampoco podemos juzgar el estado de las cosas desde un lugar completamente privilegiado. El mundo que nos afecta es una extensión de esa cárcel a la que denominamos yo.

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