Caminaba sobre alguna calle de la colonia Roma. En cierto estacionamiento que también fungía como una especie de bodega, llamó mi atención un letrero que advertía a sus trabajadores: “Lavarse las manos mínimo 20 segundos”. De inmediato me pregunté: ¿por qué no 22 o 28 segundos? ¿O el tiempo que cada quién considere necesario para asegurar su higiene? Confieso que también me sentí avergonzado, pues yo apenas si ocupo entre 5 y 10 segundos para asearme las manos. Realizo ese acto a una velocidad increíble. El baño de cuerpo entero me toma unos minutos y además no me seco. Secarse me parece un acto impropio de la inteligencia. ¿Estaré exponiendo a mis semejantes a un peligro inminente? Si es el caso me disculpo, pero así están las cosas. La pandemia creó una religión y un conjunto de mandamientos que los feligreses deben acatar más allá de toda especulación, si no quieren ser tratados como apestados. Eso lo sé, pero la pregunta continúa allí: “¿Por qué no 23 segundos en lugar de 20?” La respuesta es sencilla: porque toda norma o ley estricta busca la eliminación de las diferencias y los asuntos de la vida en convivencia no deben dejarse a la libre consideración de los individuos. O las leyes buscan el acuerdo para que los seres no se aniquilen los unos a los otros. Por otra parte, las leyes intentan ser simpáticas e inteligentes, así como adaptarse a su tiempo, pero los legisladores suelen no estar a la altura y en la mayoría de los casos no se hallan atentos y caminan hacia atrás. “Aquella mañana una cucaracha despertó y se dio cuenta de que se había convertido en… un legislador”, podría haber escrito Kafka. 

 “Hay que dirigirse siempre a los jóvenes, pues ellos son el futuro”, me ha espetado un conocido quien, por cierto, apenas si me conocía. En seguida me incomodé y le he respondido que yo prefiero dirigirme a los muertos, puesto que además de ser personas nobles—han dejado de hacerme daño— son en realidad muy atentos y saben escuchar, y no están deseando obtener éxito en el futuro, excepto, claro, quienes creyeron en la reencarnación. Aprovecho para añadir mi aforismo favorito del cual, incluso yo, estoy más que harto: “Tengo tan mala suerte que si existiera la reencarnación reencarnaría otra vez en mí mismo”. Estoy jodido. 

Se me ocurrió, hace unos días, que el señor presidente de México y Andy Warhol son personajes muy parecidos. Ambos son celebridades y tanto la política en el primer caso, como el arte en el segundo, lo encarnan ellos mismos; el secreto de su fama está en la idea que tienen de sí como objetos estéticos y en su capacidad de publicidad y propaganda. La atención que suscitan y la reverencia por parte de sus fieles o seguidores, les garantiza una butaca en el mundo de la religión, que es un arte pop esencialmente. Por otra parte, uno ha logrado hacer desaparecer el concepto de pueblo al confundirlo con su propia persona, de la misma manera que Andy convirtió el arte en mercancía, en reflejo de su imagen y en una parábola del vacío. A Warhol no le interesaban gran cosa las instituciones del arte; tampoco los guiones profundos o narrativas complejas; él prefería el gesto y creaba las reglas que justificaban sus obras. Además, el exceso de palabras en uno y la ausencia de ellas en el otro son actos complementarios. Su finalidad es producir especulación, propaganda y escándalo. Espero no ser irrespetuoso, pero como dije antes yo hablo mejor con los muertos y Andy me escuchará pacientemente desde ultratumba. El señor presidente, dado que aún está vivo, parece sólo escuchar a quienes considera que no son sus adversarios. Yo no soy adversario de nadie, pero me temo que en el fondo, y no me avergüenza decirlo, soy un intelectual y ello en estos tiempos va en contra mía; sí, uno vicioso, pobretón y de una izquierda inclusiva, pero finalmente un intelectual. Carajo. Aquí una cita que hace Edward W. Said: “El artista y el intelectual independientes se cuentan entre las escasas personalidades que siguen estando equipados para ofrecer resistencia y combatir el proceso de estereotipación y la muerte consiguiente de las cosas dotadas de vida genuina”. Y mientras las estrellas siguen brillando, en la tierra todo sigue igual.   

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