“¡No, no!, dijo la Reina. Primero la sentencia; después el veredicto.” Subrayé estas palabras hace siete años en el libro de David Markson, La soledad del lector. Supongo que bosquejan certeramente el ambiente político que nos acosa en estos días a través de su constante impertinencia. La sentencia se presenta a destiempo antes siquiera de que el jurado haya expresado la conclusión de sus cavilaciones acerca de los sospechosos o acusados: el veredicto. Como si la sentencia incluyera en sí misma su propia verdad y no necesitara de escuchar a los participantes del conflicto. Es sencillo dictar órdenes a un público mudo cuya parálisis no le permite más que ser testigo de cómo se actúa en su nombre. Y es que hemos exiliado el veredicto razonado porque no es mediático y, además, se halla afectado de un ritmo que no está a la altura del pensamiento virtual, raquítico y evanescente que convierte la opinión en una pedrada, un insulto o una reacción temeraria. “La política no lo es todo. La idea de que todo sea política es simplemente monstruosa”, escribió Norberto Bobbio en su Elogio de la templanza. El valor que una persona le da a su tiempo es fundamental para que a la vuelta de los años no se tropiece con su propio cadáver. Los políticos mismos no tendrían que dedicarse de tiempo completo a la política porque nos perjudican, se transforman en monstruos alejados de las poblaciones comunes, en seres extraños que arrastran a los ilusos por el cauce de sus obsesiones personales. Mientras esta clase de personas se han dedicado a pelearse entre sí para obtener más poder, la industria del entretenimiento, el poder comercial y el mundo del hampa se robaron el objeto de la representación pública: el ser vecinal. En su sitio dejaron una huella virtual, sosa y manipulable que puede ser traficada por empresas de cualquier clase y para los propósitos más diversos. Cuando Bobbio, en el ensayo antes citado, hace elogio de la moderación y de la templanza como virtudes humanas las opone al ser pusilánime que deja de luchar —u oponerse al poder que lo lastima— sea por debilidad, miedo o resignación. Yo añadiría que, además, el “pusilánime” deja de pelear hoy porque no sabe cómo ni contra quién y, sobre todo, porque carece de un tiempo propio que dedicar a la reflexión o el reconocimiento de los enemigos.

A Toño Calera

Parece sarcástico de mi parte referirme al valor que uno le otorga al tiempo cuando la mayor parte de éste se invierte en sobrevivir, o en continuar obedeciendo patrones o modelos que le han sido impuestos desde múltiples direcciones. Detenerse a un lado del camino es un buen ejercicio contra el movimiento desbocado, el volver a mirar y rebelarse contra el destino civil e individual impuesto como penitencia. Apenas descubro que se le dedica tiempo a especular sobre quién será el próximo presidente reaparece en mí la absoluta decepción. Como si no hubiera que resolver los problemas actuales de impunidad política y económica. Como si uno estuviera a salvo del crimen que ha crecido al amparo de legislaturas inútiles. ¿Qué clase de estrategias, modelos o estructuras de gobierno y representación son las más adecuadas en una época de ideologías fracturadas y de oposiciones políticas sumidas en el desvarío y la ocurrencia? Me preguntaría yo algo así en vez de aguardar por enésima vez el advenimiento de una entidad salvadora y providencial. La sacralización de cualquier presidente es funesta y humillante porque nos devuelve al culto acrítico de las divinidades. Ahora bien; desacralizar no es arrojar piedras o escupir en los altares, sino aquilatar, poner en evidencia, disentir o rebelarse cuando sea necesario, en suma: ejercer la crítica. El tiempo se apresura y sus pasos se tornan inalcanzables. Consumirlo en buscar el favor de nuestros placeres, en buenas lecturas y arte, en sexo y más sexo es también una buena manera de habitar un tiempo alternativo; otro tiempo y otras voces; crítica inteligente en lugar de dentelladas de saurio; rebeldía certera porque es humilde y no grandilocuente. Tiempo que se les arrebata a los ladrones.

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