Después de haberme enterado de la persecución y escarnio medieval del que han sido objeto las revistas Nexos, Letras Libres y la editorial Cal Arena, la decepción e incredulidad sobre un cambio de rumbo político inteligente, prudente y sobre todo capaz de incluir a todas las voces de un país en crisis constante se afianzaron un poco más. Estas publicaciones han sido punto de encuentro, mesas abiertas y espacios de crítica en todos los ámbitos políticos, literarios y sociales. Pese a que debe existir una línea editorial, yo he colaborado en ellas sin ninguna restricción. En Nexos nadie me ha pedido alinearme a una ideología y es sólo la calidad y la libertad del pensar lo que ha prevalecido. No pertenezco a ninguna institución académica, partido o asociación política; soy el centro de un grupo ausente que se inclina por la rebeldía bien fundada, el relativismo de todos los dogmas morales y la necesidad de que exista una sociedad menos injusta, cruel, amansada e ignorante. Cuando me entero de acciones represoras como la anterior, ofensivas a la libertad de expresión, vengativas y anacrónicas no puedo más que sentirme otra vez defraudado. Lo más importante de una nueva administración en el gobierno no es que transforme de un día a otro la sociedad, sino que sea capaz de darle orientación y sentido, es decir: que lleve a cabo la construcción de un horizonte ético común y no la imposición de una dirección rígida, partidista o mesiánica. “Una mayoría que no escucha las opciones que le resultan incómodas no se ocupa de dirigir con inteligencia la formación de la comunidad”: éste es el concepto de democracia de John Dewey, pero también de cualquiera que considere que esta democracia consiste en el aumento del bienestar público, el cuidado económico y físico de la comunidad y el fortalecimiento de las instituciones para castigar a los criminales y para avanzar en un sentido en el que la justicia no sea sólo un concepto vacío.

Los políticos son en esencia empleados o sirvientes del bien público, y son sus acciones, más que sus promesas o su vocinglería interesada, la que merece la crítica. No obstante, yo he simpatizado desde hace muchos años con la tenacidad de López Obrador para intentar modificar las brutales costumbres de los últimos gobiernos los cuales han convertido este país en un ejemplo de la corrupción y el deterioro social en el que ha sido notoria la ausencia de estadistas capaces de edificar el horizonte ético al que me refería líneas atrás. Nos han gobernado los peores, suelo decir, y no creo equivocarme. La decepción regresa con mayor fuerza cuando me doy cuenta de que existe un agravio a la libertad de expresión. Un presidente debe gobernar para todos y si sabe escuchar la crítica puntual, si considera que la complejidad de un país como el nuestro no merece adjetivos rijosos como el de “adversarios”, si demuestra que él y su gabinete buscan hacer justicia y no levantar una picota en que la venganza, el resentimiento y los odios añejos nos devuelvan décadas atrás en que el presidencialismo aniquiló toda idea de conversación pública, entonces es posible hablar de transformación. ¿Por qué el Presidente no se reúne con los intelectuales y escritores que ostentan visiones distintas de sociedad a las que él pregona y sí, por ejemplo, con empresarios que no evaden impuestos y que han acumulado riquezas aberrantes? Conversar, persuadir, hacer de las críticas una fortaleza y no un pretexto para el acto vengativo y castigador, son formas que le podrían devolver sentido a la democracia. Sé que el partido del Presidente es un peso a veces difícil de soportar, pero todavía está a tiempo de saber escuchar, y ofrecer a esta jodida sociedad un cambio de dirección real, fundador, eficaz, en vez de consumir tanto tiempo en la auto propaganda y la difamación de los periódicos y las empresas culturales.

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