Tarde o temprano cada persona, por reservada que sea, invitará a salir de sí al predicador que lleva dentro. Es difícil que esto no suceda, ya que externar juicios es una desagradable gimnasia humana. “Morir es tarea que lleva una vida” (Franz Moreno); así que los juicios y opiniones que uno expresa a lo largo de la vida son innumerables, contradictorios, superficiales o, meramente, efímeros o evanescentes. Se tiene que predicar, pues tal acción es necesaria para inventar órdenes civiles, éticos, religiosos, etcétera. Sin embargo, sería conveniente, antes de revelar nuestros pensamientos y juicios, hacerle un poco de espacio a la crítica y, si es posible, al pudor. La noción del pudor como una forma de practicar y dar pie a la civilidad es bastante atractiva. Norberto Bobbio, en su libro Elogio de la templanza, decía que amaba a las personas moderadas porque hacían más habitable el jardín civil. Estas personas, agregaba, no tienen por qué considerarse pusilánimes, sino sólo seres que aprecian la tranquilidad, la tolerancia y desprecian la competencia y la rivalidad excesivas. El pudor va siempre en auxilio de esa moderación. Yo estoy de acuerdo y me resultan insoportables los predicadores de tiempo completo. Los que, además, están seguros de poseer una idea del bien única, sólida, incorruptible y no dudan en predicarla o imponerla a oídos de los demás. De cualquier forma, la prédica moderada y crítica no se practica en la vida política, allí donde los hechos tendrían que valer más que las fastuosas nociones del bien o de la verdad ética.

Simone Weill escribió algo que me parece notable —entre tanta digresión metafísica a la que era adicta—: decía ella que para amar se requiere la distancia, la separación entre quien ama y aquello que es amado. Partiendo de la idea anterior habría que rechazar la unión religiosa, mística, entre la realidad y lo que uno piensa o supone que es esa realidad. Algo así tiene que ver con lo expresado aquí arriba, es decir, la moderación en los juicios contiene en sí una distancia entre el juez y lo que se enjuicia, ya que, sólo de esa manera, se podría consentir que existiera algo así como el amor civil, o amor por el pueblo, o por los desprotegidos. Si uno quiere poseer el objeto amado hasta fundirse con él, no hará más que destruirlo o debilitarlo. Si uno considera que existe el pueblo, entonces debería, creo, mantener una distancia amorosa hacia este pueblo y dedicarse a cultivar ese amor a través de la distancia crítica y de las acciones que mejoren el jardín civil donde tal amor se cultiva. Hay mucho que trabajar para el bien común y mucho menos que predicar.

Es imposible no predicar sobre la vida en común, pero si a ello se añade pudor y moderación, y una mínima distancia, creo que los despropósitos en general disminuirían. Y digo que es imposible dejar de predicar, pues los humanos son agentes morales antes que nada y expresan su moralidad con palabras. Esa moralidad —escribió Iris Murdoch— no es otra cosa que intentar pensar claramente y ocuparse después de las relaciones que uno tiene con el resto de los seres humanos: “Como agentes morales tenemos que intentar ver con justicia, superar el prejuicio, evitar la tentación, controlar y dominar la imaginación y dirigir la reflexión”. Esta especie de prédica de Murdoch (tomada de su libro La soberanía del bien) no es vana ni tampoco habría que arrojarla al cesto de la basura. Palabras como “justicia”, “arte”, “pueblo” están allí para ser correspondidas o fundamentadas con acciones, críticas, obras, y no sólo para convertirnos en derrochadores de juicios apresurados e inquisitoriales. Nadie sabe que es el amor o el bien (sería un dios), pero es posible que consideremos ciertas acciones como amorosas o bondadosas. Sólo los hechos pueden ser juzgados, como lo creía Wittgenstein. Yo no sé que sea el pueblo, pero sí podría arriesgarme a decir quienes están jodidos y qué clase de acciones son recomendables para remediar su situación. Vuelvo otra vez: se requiere un poco de distancia a la hora de amar y de juzgar. De lo contrario la pasión mentirosa se impone, puesto que la pasión puede utilizar palabras para mentirse a sí misma y mentir a los demás. Yo me iría con cuidado.

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