“Todo se ha degradado por la sobrecarga sensorial y la supuesta libertad de elección que nos ha traído la tecnología y, en resumen, por la democratización de las artes”. Este diagnóstico que ofrece Bret Eaton Ellis, en Blanco (Random House; 2022), lo llevó a regresar a la novela, a volver a escribir luego de tantos años de no hacerlo. Me hizo recordar a Gide, quien estaba convencido que uno debe escribir siempre a contracorriente, en los momentos más desfavorables; en el hoyo o la seca madriguera. Lo contrario, como se sabe, amplía el amplio basurero de las expresiones humanas, causa confusión y deja que sea el dinero, la tecnología y el oportunismo mediático los que impongan las directrices. ¿Y todo esto a mí qué me importa? El futuro es un barril sin fondo, y allí dentro cabe todo, la piedra y el universo, la novia y el silencio, la fama y el cáncer. Pregunté bromeando a un amigo, que si el doctor Simi te diagnostica cáncer, ¿era posible creerle? Cariacontecido y alejado de toda duda, mi amigo me ha respondido: “A cualquier médico que cobre barato hay que creerle; no tenemos otra. Incluso si tan barato hasta el cáncer es poca cosa”. No me ha quedado margen para ningún argumento que lo contradijera; al menos me enteré de que tenía un amigo sabio y pobre.

El futuro, aunque éste consista en cinco meses o en un par de horas, repito, es un barril sin fondo. Nadie podría imaginarse las promesas que ese barril se ha tragado, ni la cantidad de proyectos que ha engullido. La esperanza, aunque la diagnosticara el doctor Simi (“Estimado amigo, está usted enfermo de esperanza”) es una enfermedad terrible, agusanada, inmerecida. Y, sin embargo, es una de las mayores enfermedades que acechan al hombre. Junto a ella, el virus viral que ha comido la cabeza del mundo entero, es un piojo virtual. La esperanza se cumple en el presente, es el presente; y de allí no podemos salir.

A menudo me enfrento a mis amigos, no por el tema sobre los hijos, que creo deberían evitarse a causa del buen gusto y de la convivencia, sino por el asunto de los perros y espero no ofender a nadie, no es mi intención hacerlo; sólo afirmo que si lo reflexionamos a fondo, tener un perro o más en esta metrópoli, es un acto brutal, innecesario y una ofensa al resto de los habitantes. No hay jardines ni árboles suficientes para que estos terribles (o tiernos) animales descarguen el producto de sus tripas, son ruidosos, ocupan espacio y obligan que una ciudad cuyos olores no son paradisíacos huela, simplemente a más mierda. Comprendo el amor agudo, fantástico, fiel de los dueños de las mascotas hacia ellas, pero deberían reconocer que su abuso está fuera de lugar y que de ningún modo criar perros es un acto inteligente, aunque sí una manía ególatra y pervertida. Si los dueños de perros poseen un enorme jardín, o una granja, o nadie se entera de la existencia de sus bultos ladradores debido a lo extenso de sus propiedades, bueno, en ese caso poseer un perro es como tener una piedra dentro de casa. Fuera “gufis” de la ciudad.

A Baudalaire, el poeta maldito francés, no le gustaba la naturaleza. Lo cual no implica que quisiera transgredirla o dañarla más allá de lo necesario. A mí tampoco me conmueve: respeto la verdura, pero prefiero la grisura.

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