Una de las razones por las que se le pierde el gusto al comer hedonista es que el mundo muestra en seguida su rostro más desaseado. Estar satisfecho debe parecerse mucho a estar muerto. En consecuencia, las buenas viandas se convierten en una pesadilla. “Después de comer, un hombre cree menos y niega más. Las verdades han perdido algo de su encanto”, escribe R. W. Emerson en su ensayo sobre Montaigne. “La vida nos devora, pronto seremos un cuento”. Y sigue: “Montaigne es el más franco y honesto de todos los escritores, su libertad francesa llega a la grosería, pero se anticipó a toda censura por la generosidad de sus confesiones; nadie es capaz de pensar o de expresar de él cosas peores que las que él mismo se arroga”. Emerson no se siente a gusto admirando a Montaigne, tanto que lo llama “príncipe de los egoístas” y “admirable chismoso”. Sin embargo, Emerson lo consideró el mayor de los escépticos y su ensayo respecto al ensayista francés está adornado de citas convenientes: “Causa tanta molestia venir al mundo y mucha más salir de él, que casi no vale la pena estar aquí”. “Es fuerte y sólido —refiriéndose a Montaigne— goza de todos los momentos del día, le gusta el dolor, porque lo hace sentirse a sí mismo y darse cuenta de las cosas, de la misma manera que nos pellizcamos para saber si estamos despiertos.” “El escéptico prudente es un mal ciudadano: no es conservador, ve el egoísmo de la propiedad y la modorra de las instituciones. Pero no es apto para trabajar con ninguno de los partidos democráticos porque estos partidos desean que todo el mundo se les entregue y él ve fríamente el patriotismo popular”.

El conocimiento consiste en saber que no podemos saber: algo así pensaba Sócrates, Hume, Montaigne y cualquiera que se haya sentido a disgusto con las verdades que los sabios y los brutos construyen para sepultarnos. El francés Fontenelle escribió: “Si tuviera la verdad en un puño sólo abriría el meñique”. Claro, ya que cualquiera que crea poseer la verdad vía sus razonamientos se descubrirá a ojos del escéptico como un necio. El escepticismo, de Descartes, por ejemplo, lo llevó a fundar un método de conocimiento. Las dudas abren puertas, la seguridad te lanza a la cuneta. Me gustaría llegar a tal grado de escepticismo que fuera yo incapaz de dar una orden, un consejo o una afirmación. El escepticismo puede llevarte a carecer de propósitos, es un peligro, pero si me detengo en ello creo que carecer de propósitos es encomiable y bueno para la salud, te resta tensiones y te aleja de la competencia con otras bestias. Mejor aún, tener propósitos falsos es ideal, porque ocupas tu tiempo y pasas inadvertido; aquel que carece de propósitos suele ser mal visto por la sociedad. Emerson cita a Lutero: “Quien no gusta del vino, del sexo y del canto será toda su vida un tonto”. Un propósito falso sería, en mi caso, intentar beber más vino, pero ya no me causa tanto placer como antes. En el pasado el vino me hacía contemplar con mayor interés y simpatía a las personas, hoy resulta ser lo contrario; toda su vulgaridad, ignorancia y vacuidad se hacen más patentes. A lo que nunca me acostumbraré es a que adulteren el vino o lo prohíban los mojigatos por no sé qué blandos razonamientos. Escribe Antonio Escohotado en su Historia elemental de las drogas: “En el siglo XVIII a.C el código del rey babilonio Hammurabi protege a bebedores de cerveza y vino de palma: su ordenanza 108 manda ejecutar por inmersión al tabernero que rebaje la calidad de la bebida”. Se suma a nuestras efímeras vidas un año más, nada, unos segundos, migajas del tiempo para picotear. Yo dedicaré el año siguiente a releer a Montaigne y a cultivar el escepticismo, dejaré de ser fatalista ya que no quiero involucrar al destino o a la mala fortuna en mis decisiones. ¿Qué puede hacer un hombre que vive rodeado de millones de personas que no conoce y con quien no tiene ya ningún vínculo moral? Levantar los hombros, leer un libro, tomarse un trago, y esperar que el tiempo lo devore todo.

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