Manifestarse por la desobediencia, la incorrección política, el sarcasmo ante las beatitudes, el conformismo del oprimido, el cinismo del poderoso, la vulgaridad perniciosa de la comunicación excesiva, la ignorancia intelectual, la ausencia de espíritu rebelde, el conformismo de la decencia, la conversión del ser humano a un ser que trabaja, rinde, produce, se endeuda, muere y deja más deudas, la reverencia a los movimientos sociales, repetitivos, frívolos y dizque liberadores; manifestarse en contra de todo ello me parece una acción adecuada para desatar cierto movimiento liberador, aun a costa de mi propio descrédito. Mas ya no me interesan o causan efecto los insultos; de algún modo son reacciones benignas, pero atorrantes e insípidas. Si un día todos aquellos que detentan alguna clase de poder en México, se reunieran en grupos, auditorios, chats, mítines e intentaran preguntarse ¿qué está mal en nuestra sociedad y qué podemos hacer para mejorarla?, estarían llevando a cabo la pregunta más importante acerca de la justicia, como lo deseaba el filósofo hindú Amartya Sen. Una pregunta sencilla y que va más allá de querellas inútiles, crímenes, enfrentamientos políticos o memorias saturadas de rencor e impotencia.

El tiempo que consume y que se va, para siempre, en estas escaramuzas constantes aumenta la entropía social, el mal entendido, la desgracia de vivir.  La desobediencia civil a la que se refería Henry David Thoreau, aquel santo anarquista, consistía, por ejemplo, en sumar las rebeliones modestas, autorales, individuales y en apariencia desarticuladas que se oponían así a la maquinaria de la opresión y de la colonización humanas (así lo pensó posteriormente Piotr Kropotkin, el anarquista ruso cuando sostenía que las revoluciones no los hacían los revolucionarios, sino que ellos sólo relacionaban y encausaban a los insatisfechos socialmente). Se desobedecía civilmente a un estado o entidad poderosa, a un imperio maquiavélico, que se inmiscuía demasiado en la cocina y trataba a las personas como “cosas” ligadas a “obligaciones” incuestionables, además de engullir territorios, países o tierras como fue en ese entonces —el tiempo de Thoreau— el caso de Estados Unidos devorando la mitad terrenal de México, su débil vecino.

Sigo creyendo que el colocarse al margen o ir en contra de lo que se nos impone como moralmente bueno, correcto o amansador, y según nuestras propias reflexiones y deliberaciones, estimula la curiosidad tanto como detona la acción esencial y propia del conocimiento: saber, más o menos ¿qué quieren los otros?, no lo que son; ¿Qué me puede importar quiénes son las otras personas? Son sus acciones las que me interesan, las que pueden dañarme o hacerme bien; es su distancia crítica y su desconfianza gentil la que me interesaría, en todo caso, no su optimismo sin fundamento ni su solidaridad de muertos.  ¿Hacia dónde se dirige uno? Tenemos proyectos que, tantas veces, son meras ocurrencias, decisiones al vapor, cúmulo de desesperaciones; debido a ello se experimenta otra vez un miedo profundo y una soledad incomparable, triste, angustiosa: una soledad a solas, más que una soledad demasiado ruidosa como imaginó Bohumil Hrabal: siempre será menos pernicioso o dañino tener una conciencia que ser una conciencia o encarnar el bien y la verdad: mejor ser un individuo de triste figura que un salvador de piedra, un tirano, dictador, mesías o sacerdote corporativo.

Artaud, Bataille y Feyerabend; Freud, Marcuse y Foucault; Bretón, Pasolini y Lyotard, M. Wollstonecraft, Flora Tristán y Simon Weill entre otras personas y movimientos a contracorriente, buscaron enfrentarse con las armas de pensar y acción a la realidad opresiva y autoritaria de su tiempo. Hoy continuamos siendo los niños que se solazan o corretean entre el centeno, como sucede en la novela de J.D. Salinger, sin que ningún guardián nos avise o prevenga del barranco que está frente a nosotros y en el que habremos —si nadie nos previene, — irremediablemente de caer. Sé muy bien que estas palabras no son más que intenciones vagas y que apenas sean leaídas se olvidarán. Mas lo prefiero así, que discutir o consumir mi tiempo en las mismas disputas y grillas políticas que me acosan desde que nací. Y que me perdone mi familia paterna que esperaba mucho más de mí. Mi nombre no llevará el nombre de una avenida como el de mi abuelo; aunque tal vez grabemos mis iniciales en una hermosa alcantarilla

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