Tomas un camino cualquiera y repentinamente desembocas en una coladera, en el vermut o en un dato astrofísico. El accidente nos acecha a cualquier hora y no pocas veces se trata de un accidente afortunado. El mundo que nos rodea y que incluye al universo y todas las teorías acerca de él comprende también el conjunto de las relaciones y vasos comunicantes de todo lo que la imaginación humana es capaz de pensar o producir (teorías jurídicas, tenedores, basura, yogurt o lenguajes artificiales), principalmente tratándose de seres que se piensan a sí mismos o tienen conciencia o cuidado de sí: Juan que decide casarse; María que comenzó un viaje muy largo; Pedro que se ha puesto a escribir un libro. Al ser humano le es imposible comprenderse sin un espejo metafórico o imaginativo que lo refleje o represente. Y pese a esta necesidad existe un problema fundamental: cualquier método dogmático que imponemos a la realidad para comprenderla y dominarla contiene un mal en sí mismo: el anti-conocimiento. Y entonces la cárcel está lista y el pensar se reduce a dar cuentas de una realidad que se descubre porque está allí dormida, para que la despierten. (¿O alguien piensa que los progresos de la tecnología son obras de genios y no los algoritmos más aburridos de la historia humana?) ¡Y ya está! Nos hemos hecho de una función cuyo propósito es alimentar un yo creador y arrogante por encima del misterio, el caos o el absurdo que gobierna a discreción la vida. Se trata, el método dogmático, de una especie de maquinaria de la ilusión que produce al individuo único, al Juan, al irrepetible uno, y sin embargo se trata de una ilusión real porque afecta los sentidos, la sensibilidad humana, el piso que sostiene las cosas. Soy consciente de que la escuela detuvo un largo tiempo mi educación, pero no del todo, solamente la ha modificado. ¿Desviado? No, sería concederle demasiada atención a la escuela o a lo que debe estudiarse. Era un niño cuando tuve nociones al respecto de tal imposición, de los dogmas académicos, políticos, sociales y entonces comenzó el miedo: la escuela, me decía, ¿para qué? Y además fui conducido a una escuela dotada de paredes y profesores: un teatro, por supuesto. ¿Qué hacemos en la vida que no sea desarrollar un papel en el teatro? Los niños lloran y actúan para exigir la leche. Aquel sonríe amablemente para obtener lo que desea. Mis padres hacían lo suyo al enviarme allí, a la escuela, todos hacen lo suyo, y yo no iba a reclamarles nada puesto que he hecho de todo con tal de extraviar las raíces de la conciencia que te indica la verdad, es decir, he intentado perderme antes de que la razón me destruya. Ahogarse una vez ya ahogado. ¿Es algo así posible? Que nadie me diga cómo pensar ni me explique el desarrollo del mundo a partir de la historia. Ya obtendré mis propias conclusiones y es posible que se parezcan a las de mi verdugo educador, metódico, guía, patrón de los sueños, mercenario de la libertad.
Escucho las odiosas voces de los dominadores de temas, eso sí que resulta a mis oídos una calamidad: me han obligado a vivir bajo el yugo de esa cantaleta del profesional o del filósofo de los temas. Nada es tan insoportable como cuando una opinión se trastorna en una convicción. He sido abducido y mi libertad ha sido puesta seriamente en riesgo. Y también la del lector que es conducido hacia un rincón para recibir algo a cambio de su lectura. Leer no es estudiar, ni aprender, sino, acaso, continuar viviendo. La interrogación culmina en una interrogación aún más profunda, eso sí que lo sabemos. Una pregunta, si tiene sentido vuelve a aparecerse por pura vocación humana. Y las pausas que hace la corriente de expresión y conocimiento son aprovechadas por los especialistas y propietarios de una parcela del conocimiento para formar lo que tiene que ser formado. ¿Quién puede escapar de este sólido falansterio? Nos vigila la burocracia del saber, ese monstruo que engendramos pero que ya existía desde antes de nacer. El parque temático que incluye nuestra mente se encuentra en la cocina y en el ordenador, en la ciudad y en la silueta del cuerpo, en los libros que tratan acerca de un asunto específico o que pertenecen a un género conocido, discernible y al que se le puede pedir rendimiento de cuentas. ¿Qué quiero decir con toda esta palabrería? Que si algunos han preferido el pensamiento nietzscheano en vez de uno kantiano o marxista (sólo un ejemplo) es porque, tal vez, se han percatado de que detrás de todo constructor de la verdad absoluta, mecánica, universal se oculta un dios enloquecido por su ego en el que nosotros, los viles humanos, no somos más que marionetas. La libertad individual (su construcción o imaginación) parece más cercana a la locura creativa que a la verdad o al dogma ideológico.





