“No han sabido vivir, ¿cómo les pides que mueran dignamente?” Solía decir mi abuela acerca de las personas que se quejaban demasiado de una enfermedad o hacían de sus dolencias un espectáculo insoportable. Y proseguía: “Si hubieran tenido oportunidad, también se habrían negado a nacer; cobardes”. Quiero agregar, a favor de la dureza de mi abuela paterna que a su esposo lo asesinaron en Durango y que ella debió llegar a esta ciudad capital con sus tres hijos, todos ellos también amenazados por los enemigos de su padre.

Yo mismo recitaba en mi primera juventud: “Juro que cuando sea viejo no seré cobarde”. Me arrepiento de haber sido baladrón y temerario. La muerte de las personas que he amado son golpes que nunca terminé de asimilar, golpes de piedras siderales a un planeta sin atmósfera ni protección. Me desagrada cargar con tantos años encima, pues ahora se me pide ser sabio debido a edad, no por mi grado de sensibilidad o conocimiento.

Y, sin embargo, he continuado viviendo, debido a la curiosidad y a un empuje irracional —elan o impulso vital, lo llamaría Bergson—, porque la enfermedad es lo único que nos puede dar noticias de la vida, de su tremenda determinación, de su bárbara presencia. Es triste, o más bien desalentadora, la exhibición de debilidad, temor e irreflexión que actualmente muestran las comunidades globales a causa de una gripa totalmente identificable, aunque más o menos novedosa y sin vacuna.

El virus que nos ocupa carece ya de interés, no importa cuánto te esfuerces por describirlo, situarlo y dotarlo de un valor de cambio, real, no inflacionario ni especulativo. Lo que se impone hoy en día es la reacción social ante el diablo, el mal, el fin, el apocalipsis. Quien lea noticias al respecto enfermará de inmediato de un mal secundario: el virus viral que propaga la incertidumbre y el desasosiego.

Acerca de la epidemia de Cocoliztli, que atacó a la Nueva España en 1576 y se cargó a más de dos millones de personas, es decir, medio país, el historiador Luis González y González ha escrito: “Nadie supo qué era aquello. Se presentaba en forma de hemorragia nasal y conducía a la muerte de modo rápido. La pestilencia atacaba con especial furia a los indios o con menos violencia a los negros y con cierta benignidad a españoles y criollos.

Muchos pueblos quedaron sin gente. La influenza hemorrágica... redujo a la población a la mitad”. Una epidemia semejante equivaldría hoy a la muerte de 60 o 70 millones de mexicanos. Pues bien, si alguien, en vez de escuchar a su locutor, periodista o médico favorito, entra a la página de la OMS (que ahora es algo así como la FIFA o el Vaticano, o el Hollywood de la salud), podrá “serenarse” y obtener sus propias conclusiones; sin tomar las estadísticas de esta iglesia sanitaria global como una ley talmúdica.

Yo me inclino a pensar que las muertes actuales son insignificantes para las proporciones de una aldea global —nunca en el espacio individual, ni familiar— y que la atención a esta gripa o síndrome de estragos nasales es desmedida, mediática y absolutamente irresponsable. Habría que volver a la vida normal, cuidar la economía de una sociedad pobre, explotada, y establecer medidas humanas y no abusivas o fascistas para bien de la comunidad. Los niños y jóvenes, por ejemplo, están a salvo. ¿No son ellos los portadores del futuro en casi cualquier clase de utopía social? Si yo dijera: “Sigamos adelante y carguemos con nuestros muertos”, seguramente sería maltratado por los contagiados de miedo y aquellos que no conocen ni viven la ciudad como ésta que llevo yo a mis espaldas hace medio siglo.

Los médicos no son los únicos que tienen qué decir al respecto de una epidemia; (“con una mano te muestran el diablo y en la otra tienen el cuchillo para abrirte”, escribió Peter Sloterdijk). Se trata de un asunto más complejo. (En Némesis médica, de Ivan Illich, el filósofo vienés escribió: “Las profesiones de la salud destruyen el potencial de las personas para afrontar sus debilidades humanas de una forma personal y autónoma”. ¿Qué tal si alguien prefiere arriesgarse a continuar su vida normal que destruir su economía y su salud mental? De inmediato será atacado por una paradoja o una sentencia absurda que yo describiría así: “No sabes si estás enfermo y, por lo tanto, no tienes derecho a contagiar a otros”.

De esa trampa retórica no se puede salir, ya que como sucede en todos los fascismos, podemos ser sospechosos de ir contra la autoridad, seamos negros, judíos, indios, pobres, mayorías incómodas o minorías rebeldes (llevamos el mal dentro y requerimos de un exorcismo). Una vez que eres señalado por un poder engreído se acabó tu libertad y la autonomía que nutren tus decisiones. Y esto es porque —te dirán—: “No estás eligiendo tu muerte, sino la muerte de otros”. Tal exabrupto es un abuso verbal que debe evitarse. Si no poseen síntomas o si estos son leves hagan lo que deban hacer, sean precavidos y sigan las instrucciones sensatas —mientras no anulen totalmente su libertad— sugeridas por la OMS o los gobiernos no impositivos.

Esta columna no es un ataque contra los gobiernos actuales (soy socialista, carajo); yo no invierto mi tiempo en ataques mediáticos e inútiles; hay que educar a las autoridades de cualquier procedencia, y si no las educamos sufriremos las consecuencias. Puedes simpatizar con la imagen de un gobernante y no estar de acuerdo con sus acciones públicas. Y lo dices, y si escucha entonces el mundo civil sigue girando; si no, pues ya veremos.

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