“¿Y usted para qué quiere vivir?”, no me pareció una mala pregunta, menos aún en estos tiempos de mucho ruido y pocas muertes. La pregunta no me fue lanzada a mí, sino a otra persona de menor edad que la mía y totalmente preocupada por su salud, su higiene, su futuro. Llamemos a esta persona “Carmelo” para fines narrativos. Carmelo se enredó en un sinnúmero de explicaciones que involucraban a su familia, sus proyectos y hasta una perrita salió a relucir en su alegato. Vaya si tenía razones para vivir el señor Carmelo; ante tal respuesta me sentí profundamente avergonzado, pues si hubiera sido yo el receptor del cuestionamiento no habría sabido qué responder. Podría haber aludido al sexo, a los placeres mundanos y a la literatura como finalidades deseables de la vida, pero creo que al respecto he estado más que satisfecho y, por mero pudor, no ampliaré demasiado el tema. En todo caso, lo que un servidor habría contestado a la pregunta que abre esta columna es: vivo por pura pulsión animal, sin finalidad alguna y yo mismo no sé por qué tomo un camino en lugar de otro. Sin embargo, a diferencia del señor Carmelo, habría sido tildado de loco por mi inquisidor y mi argumento desechado de inmediato. Con respecto al bien social —como meta para continuar viviendo— me encuentro un tanto harto de lo civil porque un par de golondrinas no hace verano y, además, considero que la mayoría de mis contemporáneos no son vehículo de ninguna evolución social venidera. Tendría que aguardar varias vidas para distinguir algunas señales de humanidad en ellos, tal como esperara Giambattista Vico quien, pese a escribir la Ciencia nueva a principios del siglo XVIII —una obra que anuncia el relativismo, la hermenéutica y la lingüística de los siglos venideros— fue despreciado y olvidado medio siglo hasta ser de nuevo releído y considerado. Al menos varios escritores sabemos que no crearemos nada trascendental o “maravilloso”, pues el dominio de las letras se ha estrechado y eso supone un alivio trascendental. Un Vico por cada tres siglos.

Cuando escucho a alguien afirmar que los conceptos de izquierda o derecha (en ideología ética y política) carecen de sentido o están caducos, pues me desanimo y muevo la cabeza de un lado a otro en señal de resignación. Se dice esto con tanta autoridad que hasta los perros comienzan a ladrar (hoy también los pájaros ladran). Es obvio que cualquier concepto tiene sentido si uno lo puede situar, explicar, desmenuzar, comparar, poner en entredicho y actualizar. Nadie tendría que darse el lujo de andar exclamando por allí que la izquierda no existe y luego, en vez de ofrecer precisiones, teorías e historia nos lance al rostro anécdotas y vaguedades. Les voy a ofrecer la única prueba que poseo de que el horizonte que la izquierda ha dibujado desde hace al menos dos siglos sigue vivo: yo mismo. Recuerdo que mi padre —que entre tantos oficios trabajó en Tabasco como explorador de mantos petroleros para Pemex, y antes fue secretario de acción política de los tranviarios de México—, me provocaba durante las comidas dominicales en la casa de Villa Coapa. ¿Cómo lo hacía? Atacaba a José Luis Cuevas, a Cuauhtémoc Cárdenas, a Monsiváis, al CEU, y en sus últimos días a López Obrador. En la mente de ese hombre, mi padre, que trabajó duramente para abandonar la pobreza y creyó en las instituciones de su país yo era un izquierdoso, un joven que no valoraba el esfuerzo de la clase obrera o trabajadora forjada en el PRI y que, en vez de estudiar y aprovechar mi suerte, me dedicaba a despotricar contra el país que me había dado la oportunidad de ir a la universidad.

A diferencia de Vico, yo soy ateo y no creo en dialécticas pomposas, ni ciclos de la historia, ni advenimientos de nuevos tiempos (su corsi e ricorsi me parece insustancial e indefendible), ni historicismos a priori. Como él, sin embargo, creo en la imaginación humana, en la diferencia de culturas y de estados económicos y, sobre todo, en que no es necesaria ninguna ciencia rígida para construir el esbozo de un mundo más habitable. Si mi fervor anarquista, mi insistencia en la crítica de las ideologías, mi pasado artístico y marginal, mi certeza de que los políticos no son dioses, sino sirvientes de una sociedad que intenta progresar económica, ecológica y moralmente: si todo ello no me sirve para bosquejar el contorno de una izquierda heterogénea y moderna entonces no sé qué cosa puede hacerlo. Hace unas semanas el Presidente arremetió contra articulistas de distintos diarios. Recordé la defensa que hice de su persona ante el denuesto de mi padre y también el hecho de que se trata del único político a quien le dediqué una columna entera para defenderlo —desde mi pequeñez pública— de un desafuero taimado y delincuencial. Por ello insisto en que todo lo sabemos y hacemos entre todos, y creo, como Vico, que las acciones son pensamiento, que la forma en que uno vive, el daño que elige no hacer, la honestidad intelectual y creativa, su crítica singular y subjetiva, todo ello da lugar a una persona que encarna lo social en su diversidad, no a un robot ni a un dios hegeliano que somete la dispersión y el caos natural de las sociedades bajo un sostén o corpiño histórico.

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