Aunque parezca difícil de creer uno se acostumbra a vivir. Lo haces incluso en las condiciones más extravagantes o precarias. Toleras lo que supuestamente es intolerable, y a darle... ¿Cómo es que hemos podido soportar a ciertos individuos —me pregunto—, y habituarnos a paisajes que no emergen ni en las más ingratas pesadillas de un súcubo delirante? ¿Cómo logramos soportar a algunos amigos que resultan tan volubles y cambiantes tal que si encarnaran en átomos desesperados? Pero, así como lo reitera Houellebecq en su novela Ampliación del campo de batalla, hay un camino que se debe recorrer, incluso sin exponer motivo alguno para justificar nuestros pasos. Sólo hay que continuar. Esta novela de Houellebecq sigue las huellas de aquellas novelas a las que se les ha dado en llamar existencialistas, pero que en mi opinión son obras juveniles o de iniciación, comparables a Robinson Crusoe o cualquiera de las que escribiera Hermann Hesse (siento no saber casi nada de Harry Potter, excepto que es un éxito de ventas y aplausos casi en cualquier medio donde se propague). Por fortuna, a lo largo de ese camino que debe recorrerse por mínimo respeto a las leyes de gravedad, se nos impone la necesidad de hacer pausas y colocarse a un lado del camino, aunque sea por unos momentos. Una pausa, un respiro en medio de la tormenta. En esa pausa es donde el arte o la creación artística se revela vital en su mayor significado, pues muestra que la existencia humana posee un valor simbólico, complejo y abierto a la interpretación y al cambio inesperado.

Permítanme ofrecer un bosquejo —más que una definición— de lo que me parece ser o significar el arte. Es la acción que produce objetos que no estaban antes en el mundo y los pone en nuestra mesa: es ampliación del horizonte y conciencia de que no dominamos nada, de que cualquier dogmatismo es inútil y de lo peligroso que resulta comprender la diferencia y el hecho de que incluso las definiciones más precisas se tambalean. El arte es peligroso, no porque sea bello o un artículo de mercado, sino porque nos empuja a pensar y a mirar hacia un abismo inconmensurable. Por ello las metáforas del arte se extienden hacia el infinito y uno les da forma con su propia interpretación y vivencia. El motín de la imaginación, el malestar espiritual, el ánimo crítico, la locura creativa, la duda, el temor, la conciencia de ser minúsculos, todo ello hace que el arte sea peligroso y que la buena literatura, la que te conmueve y resulta inesperada —más que el narrar una historia prevista y determinada de antemano— se transforma en un riesgo y en una actividad temeraria. Un ligero empujón y pierdes el equilibrio, y terminas de bruces en un espacio desconocido. Por ello la literatura es más un accidente que un hecho pensado o definitivo. Es un tropiezo, un cambio de viento y un giro del significado común. A través del arte un mundo desconocido, acaso intuido, se hace nuestro, se hace responsabilidad y vida; interpretación subjetiva y muerte; placer y angustia; quiero decir, en pocas palabras, que se hace humano.

¿La mía es una visión romántica del arte? Es posible, siempre y cuando me concedan que el romanticismo es una tendencia del temperamento y no una época en la historia del arte y de las ideas. Esta tendencia hace palpable y acentúa lo efímero de la vida, la noción de ser accidentales, la ironía que implican nuestras afirmaciones, y el desprecio por la razón, siempre a favor de la fuerza del símbolo, del gesto sorpresivo y de la locura propia del espacio alternativo: romanticismo concebido como el aprecio por lo subterráneo, por aquello que florece en las sombras, por la enfermedad que insufla al ser humano de vitalidad y hace que su cuerpo aparezca como algo real, tangible, sufrible. El romántico desea estar sano, pero sabe que la enfermedad acecha y que su cuerpo requiere mantenerse alerta y recobrar su gravedad y sentido. Un humano (un yo) “es una construcción de elementos cambiantes” había afirmado el científico y filósofo Ernst Mach durante aquella oleada vienesa de principios del siglo XX. Si el yo es una construcción, una especie de aleación arbitraria, diría Mach, entonces ¿cómo podemos hacer de nuestras opiniones convicciones inalterables, chocantes, tiránicas? Es entonces cuando la creación artística nos pone el pie y nos dota de una humildad metafísica. El mundo se extiende desde nuestros sentidos hacia mundos inimaginables que son extraños y familiares al mismo tiempo. Thomas Bernhard, Goya, el Greco, Peter Handke, Camus, Chopin, Gaudí, John Cage, todos ellos me expusieron, cuando fui joven, al mayor de los peligros y dilemas; me causaban miedo, azoro, morbo incalculable. Mucho más que cualquier criminal de pacotilla que continúa repitiendo los mismos patrones y secuelas de siempre: tal criminal representa el peligro ordinario, el excremento almacenado por milenios (por mucha atención que le pongan los medios). El arte, en cambio, es peligroso porque juega y te transforma y te obliga a no estar en paz o confiado a certezas intocables. Mi madre, cuando convivía con alguno de mis amigos artistas, solía decirme: “Ojalá Dios le dé sosiego y paz”. Hasta ultratumba le envío a mi madre este mensaje: “no, mamá; estos brutos siguen siendo los mismos”.

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