Si me permitieran bosquejar una sugerencia —antes de hacerlo ya me siento avergonzado— sería la siguiente: no pongan demasiada atención al ruido y a las promesas políticas tan concurridas en esta porción del año, apártense de esa constante grosería y sean capaces de encontrar en otros aspectos de su vida un poco de tranquilidad, cultivo del pensamiento y discreta felicidad.

He dicho que me avergüenzo, pues en general me disgusta la cátedra; viviré tan poco tiempo, como todos, que dedicarme a escuchar catecismos redentores, me parece un insulto para la vida misma, la cual es en sí es ya por esencia incómoda. Habitar en la orilla, no sólo bajo la lluvia de la verborrea política, sino también aparte de los grandes y pomposos relatos redentores científicos y morales. Mi sugerencia revela también mi desconfianza hacia el ya decadente concepto de ciencia física y verificable (de Comte y Ayer hasta Austin y Quine), y mi debilidad por el desorden literario o creativo de cualquier clase, que se confina más al espacio de un relativismo moral, maleable, simpático y no suicida. Ya sé que es un tema viejo para los filósofos, aunque no para los seres humanos que somos menos eruditos que los profesionales. Sin embargo, ¿por qué el desorden lúdico habría de ser destructor, desorientador o enemigo del conocimiento de las cosas que nos importan para sobrevivir sin sufrir demasiado dolor? No encuentro en la literatura o en otras disciplinas humanas necesidad de un orden puro o estricto; cambiar de tema, por ejemplo, se parece a cambiar de aires, de vino, de amistades, de mar y de terreno. Se trata de jugar, conocer e intentar rescatar algo del sentido de la vida individual, única, singular e irrepetible a la que uno ha sido lanzado sin necesidad ni consentimiento. ¿Cómo desperdiciar la libertad de expresión y siquiera referirse a las dinastías políticas plagadas de individuos que se creen indispensables para gobernar en sus estados o municipios? ¿Quiénes son? ¿Dioses? No es mala idea oponerse a que nuestra vida se aniquile en la aglomeración, en el montón de carne y huesos que se agita para causar el mal. ¿No se les antoja un poco el alejamiento? Venir a la vida como una huella digital que nadie puede repetir. En lo personal, yo preferiría perderme en el paraíso del anonimato. Sin embargo, el yo, es intransmisible; nadie puede ser pensado por otro. Algún día me di cuenta de que quizás podría construir un relato, uno cuya sustancia o fundamento fuera la destrucción del dogma ordinario, fatuo, y que me pusiera a salvo de la autoridad que se implanta y expande valiéndose del prejuicio social, del miedo, la cándida esperanza, o la ignorancia que mostramos ante el sentido de la ley y de la filosofía que respalda su certeza. Preferimos cacarear insultos y descalificaciones a construir casa civil. Tuve la certeza de que nunca encontraría algo estrictamente mesurable o absolutamente cierto, pero al menos me engañaría con un poco de imaginación, frónesis o conocimiento de la circunstancia que me afecta; entorno; casa; amistad; sexo; vientre; literatura; crearía yo un mundo que me protegería de la tontería humana y de la dogmática convicción de pertenecer a un orden capaz de convertirme en una molécula que no sabe ni especula, pero que sigue los designios de una gravedad que la domina. Tenía la ilusión de escaparme de un destino tan despiadado y soso, y para ello requería utilizar el concepto o noción maleable de imaginación creativa, de aferrarme a un orden relativo que me impidiera ser tragado por el caos; y entonces reinventaría ese orden, le daría forma para así poder adentrarme en los terrenos de lo que algún día se llamó ética, política, moral, filosofía... literatura. Yo sólo habría deseado ganar para demostrarles que justo eso, en las circunstancias actuales y en general, significa perder. Cualquier movimiento en un cuerpo quebrado y astillado lo lesiona más. Es sencillo confirmarlo: observen las escaramuzas políticas patibularias en donde, pase lo que pase, el que gana pierde.

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