La semana pasada les platicaba un poco acerca del dilema, falso a mi parecer, que se nos ha planteado en torno a las redes sociales, queridos lectores. Se les ha querido colocar, en los términos absolutos que tanto gustan a los maniqueos, como aliadas y promotoras del populismo dictatorial o como herramientas indispensables para la promoción o defensa de la democracia y las libertades.

Basta un vistazo al uso y la regulación existentes para darnos cuenta de que ninguno de los dos extremos aplica, por la simple y sencilla razón de que las redes son solamente herramientas de transmisión de información y todo lo que esta contenga: pueden ser canales de difusión de las ideas y el conocimiento tanto como vehículos para la banalidad; herramientas del comercio pospandémico o cueva de especuladores y revendedores; tabla de salvación o guillotina de los medios tradicionales. Y también, por supuesto, foros de discusión e intercambio del pensamiento o canales cerrados y excluyentes que promueven el “pensamiento único”, como si tal oxímoron fuese posible.

Son pues las redes lo que hagamos de ellas o lo que se nos permita hacer de ellas: siempre existirá la tentación de controlar en vez de reglamentar, de cerrar en vez de abrir, de prohibir en lugar de permitir. Es un camino muy resbaladizo, porque ya hemos visto a lo que puede conducir el abuso de esta herramienta, aunque lo mismo podría haberse dicho en su momento de otras que en su momento fueron grandes avances tecnológicos que ampliaron los carriles por los que transita la información, pero no reemplazaron a los emisores (ni a los contenidos) de la misma.

En México el debate se politizó rápidamente, como era de esperarse. Muchos de los que aplaudieron la cancelación de las cuentas de Twitter y Facebook de Donald Trump, en parte porque veían ahí un augurio de algo que se le pudiera aplicar al presidente de México súbitamente cambiaron de opinión al conocer una iniciativa para “regular” las redes sociales presentada por el senador Ricardo Monreal, aliado del presidente. Y es que, como tantas otras cosas serias y de fondo en nuestro país, todo parece girar en torno a la figura presidencial.

El asunto es demasiado importante como para dejar que se pierda en el pantano de la discusión obsesivamente monotemática en que se ha convertido la política nacional.

Muchos expertos ya se han pronunciado acerca de si la mencionada propuesta contraviene o no tratados internacionales suscritos por el Estado mexicano. Otros han expresado su preocupación por la posibilidad de que el gobierno intente “controlar” lo que se dice y opina en las redes. Y están quienes piensan que las empresas propietarias de las redes y plataformas tienen ya un poder excesivo, dominante le llamarían los expertos en materia de competencia económica, y que se les debe regular o “poner en su lugar”.

Lo cierto es que quienes controlan hoy las herramientas tecnológicas son dueños de buena parte del mundo moderno: desde las plataformas de compra en línea hasta los servicios de entretenimiento, pasando por las aplicaciones para compra y entrega de alimentos o para la convivencia cotidiana, tienen hoy un poder monopólico y monopsónico que coloca a los individuos, las comunidades, las sociedades y los Estados nacionales, contra la pared.

Esa es la realidad: pretender regular o controlar algo que ya sucedió es doblemente difícil, y más todavía cuando la tecnología avanza a saltos cuánticos mientras que las capacidades regulatorias lo hacen a paso de tortuga.

Quienes aspiran hoy a encajonar los flujos globales de información deben propiciar un diálogo amplio e incluyente con los muchos actores involucrados, incluyendo por supuesto a los de la sociedad.

De lo contrario, sus intentos poco podrán hacer de bien, pero sí mucho de mal.

Analista. @gabrielguerrac

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