Imagine usted la escena, querido lector: un presidente sujeto a juicio político e inmerso en su campaña de reelección y un jefe de gobierno, o primer ministro, sujeto a juicio criminal y también en plena campaña electoral se sientan para analizar un plan, del primero, que busca destrabar uno de los conflictos geopolíticos y religiosos más añejos del mundo. ¿Qué podría salir mal?

Me refiero, por supuesto, al “plan de paz” presentado por Donald Trump, en presencia del Primer Ministro de Israel, Benjamín Netanyahu. Diseñado en secreto por su yerno Jared Kushner, el plan más parece un acto de campaña para ambos, tanto por su contenido como por los tiempos políticos de su develación.

Los ciudadanos israelíes acudirán a las urnas el 2 de marzo, por tercera vez en menos de un año, para ver si por fin se logra consolidar un gobierno con una mayoría clara y estable. Para Netanyahu, acusado formalmente de corrupción en tres casos (uno por soborno, otro por fraude y uno más por abuso de confianza), el anuncio de Trump llega como un bálsamo. Si bien Trump conversó al respecto con Benny Gantz, dirigente opositor y aspirante a relevarlo, esa plática se dio en privado, mientras que el anuncio en la Casa Blanca fue casi una pasarela para Netanyahu, quien posó, se pavoneó y pudo presumir su muy real cercanía con su mejor y más fiel aliado: el presidente estadounidense.

Trump, en medio del melodrama político/judicial en torno al juicio que se le sigue en el Senado, y de cara a las elecciones presidenciales de noviembre, busca presentarse como un estadista internacional, pero sobre todo como el gran defensor de los intereses de Israel y por lo tanto como el más merecedor del voto judío, que en algunos estados clave como Florida puede resultar determinante para que prolongue cuatro años más su estadía en la Casa Blanca.

El plan es claramente unilateral y dirigido a atender las principales preocupaciones y aspiraciones del gobierno de Israel, dejando a un lado por completo durante el proceso de elaboración y diseño a la parte palestina, que de hecho no estuvo presente durante la ceremonia oficial. Para todos efectos prácticos el diálogo entre la Autoridad Nacional Palestina y Washington está congelado a raíz de que EU decidió reconocer oficialmente a Jerusalén como la capital de Israel y ordenar la mudanza de su embajada de Tel Aviv a dicha ciudad. Ese gesto, para algunos meramente simbólico, resultó profundamente ofensivo para los palestinos, que ven en la parte oriental de Jerusalén la futura capital de su largamente anhelado Estado Palestino.

En resumidas cuentas, el planteamiento de Trump consiste en otorgar a Israel control y soberanía sobre una parte sustancial de Cisjordania, reconociendo los asentamientos israelíes en esa zona que es considerada territorio ocupado por la mayor parte de la comunidad internacional, no así por los gobiernos estadounidense e israelí. Ya Trump, quien ha dado un giro de casi 180° a la tradicional política exterior estadounidense en Medio Oriente, había reconocido la anexión de las Alturas del Golán, conquistadas por Israel durante la Guerra de los Seis Días en 1967. Ahora, ante el más reciente anuncio del presidente de EU, el gobierno israelí anunció, ni tardo ni perezoso, que procederá a “aplicar su soberanía”, es decir anexar, a casi una tercera parte de Cisjordania, llegando hasta el río Jordán.

Así, parecería virtualmente imposible que la iniciativa de Trump sea ya no digamos aceptada, sino siquiera tomada en serio por la Autoridad Palestina. Al darle prácticamente todo al gobierno de Netanyahu, Trump en el fondo también le está acercando una manzana envenenada: y es que para tener fronteras seguras y paz duradera Israel necesita ofrecer a los palestinos un Estado digno y viable, lo cual no está contemplado en este planteamiento.

Tal vez en lo electoral funcione el gambito y tanto Netanyahu como Trump salgan vencedores, pero lo cierto es que la región se verá una vez más condenada a vivir sin paz ni tranquilidad.


Analista político y comunicador.
@gabrielguerrac

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