Escribo estas líneas, queridas y queridos lectores, lo más tarde posible en la noche del martes 3 de noviembre, con tal de no perderme, si la hubiera, de LA noticia determinante acerca de la jornada electoral en los Estados Unidos, pero ha sido en balde mi espera: pese a algunos avances importantes, es aún demasiado pronto como para decir quién se llevará el boleto ganador para los próximos cuatro años en la Casa Blanca.

Muchas sorpresas, eso sí: la comodidad con la que Trump está ganando Florida, por ejemplo, o lo apretado de la votación en Texas, un estado que antes era territorio seguro para los republicanos. Pelea muy apretada en Carolina del Norte, no así en Georgia, y así podríamos seguirnos. Muchos de los pronósticos no se están cumpliendo y una vez más los análisis de probabilística electoral estarán bajo la lupa una vez que esto concluya.

Casi toda la discusión a estas horas se centra en si ganará Trump o ganará Biden, y secundariamente en si los demócratas serán capaces de retomar el control del Senado. Hay múltiples otras contiendas importantes, por supuesto, incluyendo la Cámara de Representantes, gubernaturas y más de un centenar de iniciativas que estarán en las boletas a nivel estatal, pero al ser esta una elección que se centra en la permanencia o no del presidente que más ha dividido ánimos y opiniones en los últimos 50 años, es natural que eso concentre la atención de casi todos.

Yo me desviaré un poco, porque creo que el resultado de la presidencial es hasta cierto punto secundario, porque ya está claro quiénes han perdido, y aunque parezca increíble sus derrotas son tal vez más trascendentes que las de uno u otro de los candidatos presidenciales.

En primer lugar, pierden la civilidad, la convivencia y el debate democráticos en EU. Si ya hace cuatro años la campaña de Trump había irrumpido cual hipopótamo en cristalería. En esta ocasión se han roto todas las normas. Desde el primer debate entre candidatos hasta la marejada de verdades a medias y mentiras descaradas que han circulado disfrazadas de “noticias”, pasando por choques y confrontaciones, la división ya supera los límites no de la urbanidad, sino de la coexistencia civilizada.

Pierde por supuesto el sistema político/electoral estadounidense, que se ha visto expuesto a ojos del mundo entero como un aparato más propio de un país profundamente subdesarrollado que del que se dice el farol y ejemplo de la democracia en el mundo. Tan solo el hecho de que no sepamos cuando se conocerán los resultados finales habla de ello, pero si sumamos a eso las múltiples tretas y chicanas interpuestas para inhibir el ejercicio del voto y el arcaico mecanismo del Colegio Electoral tenemos una democracia estadounidense que ni a bananera llega.

Pierde también el sentido común. Que las preferencias electorales reflejen divisiones en torno a temas tan elementales como el uso o no del cubrebocas o las verdades científicas acerca del Covid-19, el que un número tan importante de votantes esté dispuesto a creer la leyenda acerca del “socialismo” y el “izquierdismo radical” de alguien como Joe Biden, que en Europa difícilmente sería aceptado por un partido socialdemócrata, nos dice mucho acerca del nivel de las campañas y, sobre todo, la credulidad de los votantes.

Ya sea que se imponga Biden o se reelija Trump, la democracia y la política estadounidense habrán perdido escandalosamente. Y de esas derrotas no es fácil reponerse.

Analista político. @gabrielguerrac

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