La imparable ola de violencia criminal que amenaza con ahogar a nuestro país tiene, como dicen en las costas, mar de fondo. El aumento, que es ya de lustros, va acompañado de dos fenómenos igualmente terribles, uno causa y el otro resultado: la casi absoluta impunidad para los delincuentes por un lado y el cada vez mayor número de mujeres, adolescentes y niñas que son víctimas.

México tiene una de las tasas de homicidios dolosos más altas del mundo y la más alta de los países integrantes de la OCDE, pero el diferencial por género es igualmente alarmante. Si bien es cierto que la gran mayoría de las victimas de homicidio doloso en México son hombres, con 92% frente a 8% de mujeres, hay dos cosas que es necesario subrayar: en primer lugar, que en las estadísticas sobre homicidios NO están contabilizados los feminicidios (es decir los asesinatos de mujeres relacionados con su género); y por otra parte que la tasa de homicidios de mujeres en México (excluyendo feminicidios) es muy superior a la media mundial y a la del continente americano.

En promedio, diez mujeres son asesinadas todos los días en el país. Si se tratara de una epidemia, estaríamos ya en estado de alerta máxima. Pero no, el asunto se oculta entre las cifras y las estadísticas de la violencia, en las críticas —para mí inconcebibles— a las protestas de las mujeres y en la polémica partidista, de un oportunismo francamente nauseabundo.

Pero las protestas y las manifestaciones de las mujeres, que tanto escandalizan a las buenas conciencias nacionales, han dado resultados. A fuerza de marchas, pintas, gritos, “performances”, algunos desmanes y pintas, de innumerables y valiosas voces y testimonios en medios de comunicación tradicionales y en redes sociales, el mensaje está ya en todas partes. En México están matando mujeres todos los días por ser mujeres. Y esa es la conclusión lógica e inevitable de una sociedad que permite todos los días y en todas partes pequeños y grandes actos de violencia y discriminación contra 51% de nuestra población, de nuestras compatriotas.

El otro, terrible problema, causante también de la violencia irrefrenable, es la impunidad. En distintas mediciones y estimados, unos empíricos, otros estrictamente metodológicos, se calcula que 9 de cada 10 delitos graves (incluido el homicidio doloso) quedan impunes. Si consideramos que existe una probable laguna de crímenes que no son denunciados ante la autoridad (como es muchas veces el caso de actos de violencia contra mujeres y/o menores de edad) el panorama es aterrador.

Tanto o más alarmante resulta la absurda, execrable politización del problema. Lo mismo el gobierno y sus partidarios que sus opositores y críticos con o sin partido se montan en la tragedia para llevar agua a sus molinos, sin tomar en cuenta ni la dimensión social y personal del fenómeno (me refiero ahora exclusivamente al feminicidio y la violencia contra las mujeres) ni el hecho, contundente e innegable, de que estamos sumidos en una espiral de delincuencia y muerte que lleva creciendo por lo menos los últimos veinte años, si no es que más. Para señalar responsabilidades y culpas nos faltarían dedos.

Frente al desánimo que provoca esta terrible situación, celebro la movilización de las mujeres en todo el país. Pelean por algo que nos debería unir y convocar: la igualdad, la seguridad, el fin de la violencia, el reconocimiento de que lo que les sucede es real, de que nadie puede vivir tranquilo en un país en el que las mujeres no se sientan seguras, libres del miedo, del acoso, del hostigamiento, de la discriminación.

En México, las mujeres viven un doble infierno: el de la violencia y el de la impunidad.

(Me basé para escribir este texto en tres fuentes: un reporte de Impunidad Cero publicado en la revista Este País en diciembre de 2019; el Índice de Estado de Derecho en México 2019-2020 del World Justice Project; y el libro Crimen sin Castigo de Guillermo Zepeda, publicado en 2004. A todos ellos mi reconocimiento)


Analista político y comunidador.
@ gabriel guerrac

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