Hace exactamente cuarenta años, queridos lectores, el 23 de febrero de 1981, la frágil y recién nacida (o renacida) democracia española sufría un atentado que quería ser mortal. Un teniente coronel del ejército español irrumpió en la sede del Congreso dispuesto a dar un golpe de Estado. Escudado en una presunta lealtad al entonces muy joven rey Juan Carlos I, Tejero entró tirando balazos al aire y dispuesto a someter al gobierno y al parlamento que ahí se encontraban reunidos, para instaurar un nuevo régimen, militar, y poner fin al experimento democrático español.

El plan fracasó en parte por la ineptitud de los golpistas, pero principalmente por la valentía y el arrojo de un puñado de personajes de la vida pública española que hicieron a un lado sus diferencias políticas, ideológicas y personales para hacerle frente al milico y a sus pretensiones. Centristas, conservadores, socialistas y comunistas se le plantaron, mientras que el joven rey, tras un titubeo inicial, se irguió como lo que la circunstancia exigía de él para defender la democracia y el valor de los votos que habían constituido ese Congreso plural y diverso.

Los ataques a la democracia pocas veces son tan burdos y evidentes como ese del 23-F o como los de las numerosas asonadas militares en nuestro hemisferio, en Centro y Sudamérica. Con frecuencia la fuerza de las armas se impone, y las balas pueden más que los votos y las ideas, sobre todo cuando no hay límites a las ambiciones ni a la falta de escrúpulos de los golpistas. Pero también pierden las democracias cuando los políticos y los ciudadanos dejan que sus antipatías y rivalidades se impongan a los valores inalterables del respeto al voto, a las libertades, a las reglas básicas de la democracia.

Las ideas dejan de serlo cuando el fundamentalismo se apropia de ellas, lo mismo en las religiones que en la política. Y los radicales suelen ser, en su apasionamiento, los peores enemigos del propio sistema que les permitió llegar al poder, o perderlo, porque ese es el encanto infalible de la democracia: a veces se gana, en otras se pierde, pero siempre hay revancha. Y bien dice el refrán que juego en el que hay revancha, no hay que tenerle miedo.

Hoy la democracia en México recibe ataques de dos extremos que ni siquiera son ideológicos, sino más bien intolerantes y fanáticos al exceso. Por un lado, un sector minoritario pero ruidoso del oficialismo que desprecia las críticas y se cree dueño de la verdad absoluta (cuando son solo depositarios de la victoria en las más recientes elecciones) y por el otro lado un grupito igualmente minoritario y vociferante que se asume como “la resistencia” ante un gobierno democráticamente electo.

Como en tantas otras cosas, los extremos se encuentran y se tocan. En su desprecio a quien piensa distinto, en sus ataques a quienes no comparten sus ideas y sus militancias, ambas minorías se convierten en la verdadera amenaza a la democracia. Los unos queriéndose perpetuar en un poder prestado, los otros en la hipocresía del discurso libertario que no tolera disenso.

En medio de esos dos polos está la gran mayoría, silenciosa mas no silenciada por los radicales. Una mayoría que por fortuna no es reflejo de los intolerantes sino de la diversidad y pluralidad de un país que lo que necesita no son iluminados, sino demócratas de verdad, dispuestos a defender, con ideas y no con gritos, la democracia que tanto esfuerzo nos ha costado construir.

Analista.
@gabrielguerrac

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