La concentración del 18 de marzo ilustra a la perfección el estilo político de una soberanía popular invertida: el líder colocado por encima del pueblo en vez del pueblo que se autogobierna. Miles de personas reunidas o acarreadas para que les dicten los intereses soberanos que supuestamente ignoran.

Durante el siglo XX, México padeció de sobra esos rituales oficiales dedicados a glorificar al presidente en turno. Parecía que en este siglo se habían diluido, pero ahora reviven con el gobierno del partido de la restauración autoritaria; ese que aspira a ser el nuevo partido del Estado con una recarga de fanatismo.

Con esta concentración el Presidente responde a los que él llama “oligarcas” y “conservadores”, es decir, a la sociedad civil y sus organizaciones que se manifiestan para defender la democracia que él destruye.

Los defensores de la democracia no son ni la oligarquía ni los conservadores. Al contrario, con ese malabarismo verbal el presidente oculta deliberadamente que es en la verdadera oligarquía del gran capital y en el ejército en quienes él y su gobierno se apoyan y que tienen como telón de fondo su audiencia en la masa expropiada de su poder ciudadano. En su discurso presentó un concentrado de la mitología de la revolución mexicana, misma que ha sido desgranada y desmentida por los historiadores profesionales.

Lo más significativo del acto es la reivindicación de una forma de hacer política no democrática: la política de la masa guiada desde el podio junto con la nueva nomenclatura sentada en el corralito al frente de la concentración del 18 de marzo. Gran acarreo y grandilocuencia del discurso empeñado en ocultar los hechos: inercia económica, incremento de la pobreza (casi 5 millones), despilfarro faraónico, ruina de la salud y la educación, control electoral, acoso y sometimiento al Poder Judicial y destrucción de instituciones. Y coronando la sumatoria se expresó la determinación presidencial de elegir sucesor “sin equivocarse” evitando el supuesto error de Cárdenas. Acaso habrá pensado que democratizó el dedazo poniéndolo como ofrenda en la plaza mayor.

No estamos en 1938 cuando no había de otra más que acatar o marginarse. La realidad ofrece una situación social que ni de lejos se compara con la de entonces. Por una parte la fantasía obradorista del pasado al que México tendría que regresar, según AMLO, que sólo es viable con la imposición de un partido de Estado. Por la otra, la movilización vigorosa de una ciudadanía que reclama y defiende su presencia democrática en la decisión pública: elecciones limpias y justas, control de la arbitrariedad del poder, justicia, reducción de la pobreza y la desigualdad, extirpación de la corrupción cebada en el monopolio del poder político y económico. Es la defensa de estos principios e instituciones a los que teme López Obrador, porque impedir su destrucción lo obliga a aceptar las reglas de la alternancia y el pluralismo que son intrínsecos a la democracia.

Dos nociones de soberanía que a la vez se empalman y se oponen. La ciudadanía democrática y las masas que manipula AMLO se identifican con una nación independiente y soberana, con una sociedad sin los extremos de riqueza y miseria que se siguen recreando. Pero se oponen porque la primera reclama libertad política, autonomía individual y organizacional, coexistencia en la diferencia y el debate, deliberación informada como método de decisión colectiva, elecciones limpias sin intromisión del gobierno e instituciones sólidas e impersonales sin colores de ningún partido. Y la segunda cree en la vieja soberanía de la nación como idéntica a un partido-presidente que controla el gobierno con ella como base social cautiva y apaciguada con dádivas.

La alternativa que puede enarbolar la coalición democrática tiene terreno fértil. Un gobierno dirigido con inteligencia en los meandros de la economía política mundial. Un programa para reemplazar el arcaico Estado paternalista del siglo XX por un estado social —constitucional, democrático y de derecho—. Esa es la soberanía del porvenir, que tiene amplio arraigo en la conciencia ciudadana y capacidad de atracción y contagio.

Sociales UNAM.

@pacovaldesu

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