No me creo lo de la sopa de murciélago. Desde finales del año pasado, yo lo deseaba con todas mis fuerzas: “Por favor, una pausa, que el mundo se detenga”, imploré varias madrugadas en mi cama, antes de caer dormido. Estaba exhausto, necesitaba un tiempo con urgencia. “Dos meses, aunque sea, para ponerme al día, para resolver pendientes, para dormir siestas y depurar mis cuatro mil correos”.

Quizá muchos lo anhelábamos y pasó, como en uno de esos chistes del genio cruel. Pero ni los afortunados, a quienes la vida suele responder a sus súplicas, podrían concebir esto. Si a las revoluciones a las que apenas hace un par de semanas se movía el planeta, alguien nos hubiera advertido que —imprevistamente— se paralizaría, ninguno lo habríamos tomado en serio.

El martes de la semana anterior la cosa ya se veía mal, las calles más vacías que de costumbre, esa sensación en el aire, el miedo al virus, a respirar junto a extraños, a no vender. Tuve que ir al centro a una junta. De regreso, sobre Calzada de Tlalpan , entrenadores y personal de un gimnasio se manifestaban porque, dado el foco de contagio que representan, cerrarían y los mandarían a sus casas sin sueldo.

Dos cuadras después, las prostitutas en sus habituales banquetas. Unas se tronaban los dedos, otras se mecían los cabellos y las demás miraban sus celulares aún con cierta inconciencia de lo que se venía. “¿Quién las va a contratar ahorita?”, pensé, contagiado por la angustia.

A la mañana siguiente todavía salí a correr, di tres vueltas a los Viveros y me encaminé a la plaza principal de Coyoacán . Me sentía confundido, desconcertado, ávido de respuestas. ¿Que pasará?, ¿qué va a ser de nosotros?, Del negocio, de los planes, de la vida como la conocemos... Cuando me encuentro así, y no queda ya de otra, salgo a correr en busca de las señales del universo.

Lo que hago es trotar muy cerca de la gente, al lado de personas que hablan entre ellas, que se cuentan cosas, porque si es verdad que todos estamos conectados —como nos queda ahora más claro que nunca—, entonces en sus diálogos convencionales es posible descubrir llamados, mensajes y pistas.

“Tenemos que seguir”, le dijo una madre cansada a su hijo pequeñito, exhausto a pleno rayo del sol, en aquella plaza desierta. “Vamos juntos”. Y justo así debemos seguir: juntos, unidos, ayudando los más afortunados y quienes mayores posibilidad tienen a los más desprotegidos, porque si no es así, nadie podrá ir a ningún lado.

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