Hay una frase que tiende a revolotear al final de ciertas contiendas, sobre todo deportivas, como una invocación al milagro: “Esto no se acaba hasta que se acaba”.

Yogi Berra, el popular catcher de los Yankees de Nueva Yor k allá en los años 50, la pronunció por primera vez en 1973, cuando ya más bien portaba la casaca y la gorra de coach de los Mets. Su equipo caía por varias carreras en el partido por el banderín de la Liga Nacional y —cuentan— él no se cansaba de repetirlo a sus jugadores: “Esto no se acaba hasta que se acaba”. Al final, los también neoyorquinos remontaron para ganar el título.

Su expresión, adoptada por cronistas y deportistas, es un llamado a esperar, a no dar las batallas por concluidas con anticipación, pues el devenir de las cosas puede cambiar. Cuando un mensaje lleno de esa fuerza consigue penetrar en la mente de quienes protagonizan la lucha, el colofón de los combates suele ser electrizante. Y todo puede pasar.

Hace dos semanas, mientras mi papá se enfrentaba con la muerte, ante la expectación de sus aficionados más leales y cercanos, yo sólo pensaba: “No puede ser que todo termine aquí, que no haya nada más”. La batalla estaba perdid a, no cabía la posibilidad de una voltereta. Tenía los ojos cerrados, segundo a segundo su respiración caía, las alarmas sonaban, la vida se le escapaba.

En medio de la conmoción, nosotros atestiguábamos su partida. Él lucía en paz, no como si estuviera sufriendo una derrota, sino más bien como si se tratara de su gran despedida: la noche de su retiro. Le pusimos música, su favorita. Estamos seguros de que, entre los sonidos de los aparatos, la oía. Y quise imaginar que los aplausos que sonaban en mi corazón también. Y que iba y venía, que daba saltos entre las dimensiones, como queriéndonos decir que al final hay una puerta que se abre, que se escuchan ovaciones y que esto tampoco se acaba aquí, que esto tampoco se acaba hasta que se acaba.

Ojalá, porque no creo que ni siquiera el amor celestial sea capaz de superar al amor que tenemos la fortuna de experimentar los humanos ”, pensé —absolutamente electrizado— en este inesperado desenlace.

La perspicaz frase de Yogi Berra , quien murió en 2015 —seguramente entre aclamaciones y vítores espectrales— a los 90 años de edad, nos recuerda que siempre queda la esperanza. Deportistas o no, aferrémonos a ella, porque —incluso con todas las probabilidades en contra y por más desfavorable que luzca el panorama— puede surgir un milagro.

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