Parecería ridículo que un tipo cercano a los 50 años, como yo, que suele resolver su vida detrás de un escritorio, como yo, se sienta devastado por no poder hacer un poco de ejercicio unos meses a consecuencia de una pequeña lesión, como yo. Ni que fuésemos atletas de alto rendimiento o niños que viven para jugar en el recreo, y que no le ven otro sentido a su existencia sino el de perseguirse unos a otros. Incluso a mí, que pocas cosas disfruto como correr, me resulta obsceno ver personajes de mi rodada publicando récords o limpiándose las lágrimas en sus historias de Instagram por cual sea impedimento para participar en este o en aquel maratón.

Sin embargo, sí hay algo de eso, algo de que se nos cae un pedazo del mundo y que, a su vez, estos colapsos personales consecuentemente impactan de cierto modo en nuestro universo entero. Si bien es cierto que por una tontería así el mundo no se acaba, también es verdad que sí se detiene, y eso al final es casi lo mismo.

“Va a pasar” , nos dice la gente para transmitirnos esperanza cuando atravesamos por un momento complicado. Yo mismo se lo he asegurado a quien no la está pasando bien, a pesar de no tener certeza de que así será. Pero es que sí, por lo regular, todo pasa: el desempleo, el desamor, las tristezas, buena parte de las enfermedades y la mayoría de las lesiones. No hay mal que dure cien años (ni cuerpo que lo resista) y los problemas no son eternos, aunque a veces lo parezcan, especialmente cuando estamos inmersos en ellos.

Me dio una fascitis plantar aguda (ya ando aquí de chilletas) y no consigo ni correr cinco minutos seguidos porque se me acalambran los dedos del pie izquierdo y siento contracturas en los músculos de la pierna. Una pesadilla de la que intento salir con tés más potentes que el de tila, chochos homeopáticos, fisioterapia, ondas de choque, láser y hasta imanes. Cada lesión emprendo una odisea curanderil que lograría evitar, según mis distintos especialistas, si estirara debidamente e hiciera más fuerza.

“Paquito, mete el pie en agua caliente con epazote hervido, vinagre y sal”, me escribió mi amigo Vic Saldaña en el Whats. “Sé lo doloroso que es, pero ya verás que así como viene, se va”.

Cuánto consuelo me dio su mensaje, más que el menjurje, pues pensé que quizá así también ocurra con esas lesiones del alma que, aseguran, acaba por reflejar el cuerpo; que de pronto una mañana simplemente hayan desaparecido y, sin más, salgamos a la calle sintiendo el alivio de que todo ha pasado.

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