“No, no, no... Aquí nadie se va a poner esas camisetas, ni se van a hacer protestas ¿Quieren hacer algo realmente por sus compañeros? Hagan algo en serio, no esas boruquitas que no sirven de nada”. Así, de esa manera, Manolo Lapuente desestimó un movimiento que realizábamos los futbolistas, en protesta por el Draft y el desconocimiento del estatuto y reglamento de transferencias que ya había entrado en vigor, pero que en México se negaban a aceptar.
Minutos antes de saltar a la cancha en Ciudad Universitaria y con todo el equipo portando las camisetas acordadas, Lapuente (nuestro DT) no se solidarizó, y un servidor, que encabezaba el movimiento, respiró profundo y les pidió que hicieran caso a nuestro entrenador.
Era 2001. Tras el partido, escribí una larga carta para Lapuente y, al día siguiente, pasé a entregarla en su oficina dentro del hoy llamado CAR. Me citó para hablar al día siguiente y conversamos, no de entrenador a jugador, sino entre dos personas pertenecientes al mismo gremio, con la intención de aportar algo a nuestro futbol mexicano. El punto de vista de Manolo era muy opuesto al mío, pero permitió el diálogo y la discusión.
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Años atrás, en 1987, Lapuente fue el primero en darme la oportunidad de formar parte de un primer equipo, en el Atlante que dirigió. Ese simple gesto, darme la posibilidad de ser el tercer portero, fue un motivo de agradecimiento eterno. Poco después, con La Volpe en el Atlante y Lapuente en el Necaxa, se desarrolló uno de los duelos más atractivos que ha dado el futbol mexicano, a través de dos maneras antagónicas de plasmar el futbol. Uno, a partir de la posesión del balón; otro, sin necesidad de tenerlo. Uno, a partir de los movimientos y referencias; otro, con individualidades de alto desequilibrio. Uno, a partir de la marca personal; otro, con la marcación en zona. Uno, a partir del despeje largo; otro, con la salida construida desde la portería. Uno apostaba —en momentos de crisis— a recibir la menor cantidad de goles, tarjetas rojas o amarillas posibles; otro, no abandonaba su vocación ofensiva, incluso en los momentos más apremiantes... Pero la enorme diferencia entre estos dos gigantes de la dirección técnica fue que uno consiguió múltiples títulos en diferentes equipos y otro debió conformarse con uno a lo largo de su carrera, en equipos.
Manolo Lapuente era culto, educado, de carácter sumamente firme, de pocas dudas y personalidad imponente. Su elocuencia y seguridad al hablar eran envidiables. Quizá por lo mismo, sus familiares más cercanos y él decidieron cancelar sus apariciones públicas, al notar el deterioro cognitivo.
Así, sin hacer boruquitas, decidió apartarse y apagarse tan rápida como discretamente. Que sus recuerdos y testimonios permanezcan con esa enorme lucidez, porque uno de los mejores exponentes del futbol nacional nos dejó a los 81 años, con cinco títulos de Liga y la Copa Confederaciones 1999, entre otros. Descanse en paz.
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