Mientras los capitalistas emplearan la mayor parte del excedente de su renta en inversión y no en consumo, el contrato social aguantaría. Y si a esa limitación del consumo añadimos esta liberación del afán de compra de todos sus impedimentos, la consecuencia ineludible será la acumulación de capital debido a la compulsión ascética hacia el ahorro” (Max Weber, 2001, La ética protestante y el espíritu del capitalismo, Alianza, Madrid, p. 172).

La economía política, en su eslabonamiento hacia atrás, es una función notablemente modificada de la filosofía moral; antes de escribir La riqueza de las naciones (1776), Adam Smith publicó, en 1759, su Teoría de los sentimientos morales. En opinión de David Wootton: <<Las dos obras no concuerdan exactamente, pues una trata de cómo deberíamos comportarnos con nuestra familia, nuestros amigos y nuestros vecinos (que suscitan sentimientos de benevolencia), y la otra trata de cómo deberíamos interactuar con los extraños a los que nos encontramos en la plaza del mercado (con quienes no tenemos ninguna obligación especial)>> (Citado en Branko Milanovic, 2020, Capitalismo, nada más. El futuro del sistema que domina el mundo, Taurus, Madrid, p. 217). La ética, en el texto más longevo, toma un sitio estelar, mientras que, en el segundo, la codicia y el egoísmo le sustituyen.

Sobre el tema, resulta pertinente la evocación que hace Keynes de la trayectoria intelectual de Thomas Malthus, y su sobre estimada <<intuición>> de la demanda efectiva: “En pocas palabras, partiendo de su condición de oruga de los estudios de la moral y crisálida de historiador, pudo finalmente extender las alas de su pensamiento y estudiar el mundo como un economista” (J. M. Keynes, 1933, Thomas Robert Malthus: El primero de los economistas de Cambridge, en Ensayos biográficos, 1992, Crítica, Barcelona, p. 117).

El problema, de gran relevancia en las (pre)ocupaciones de A. Smith, se dirime -sin eficacia persuasiva- con Bernard Mandeville, el notable autor de la Fábula de las abejas (1714), libro proscrito por la Iglesia católica en 1732 que, en el subtítulo, capta nítidamente el rasgo distintivo de las nuevas sociedades comercializadas: <<Vicios privados, beneficios públicos>>. Smith reconoce que Mandeville, en algunos aspectos, rayaba con la verdad.

La significativa aportación de Weber no radica en convertir al espíritu capitalista en función de la ética protestante, hipótesis ampliamente debatida por Harold Laski (1939, El liberalismo europeo, Breviarios # 31, FCE, México), sino en establecer -en la religión y en la conversión de los límites del consumo de los ricos en una suerte de pacto social- los mecanismos de constricción que, a su vez, infundían un lado luminoso al capitalismo consensuado y, por ello, resiliente.

La ventilación del tema tiene una pertinencia difícil de exagerar, por cuanto el papel de las religiones y de la moderación en el consumo de los ricos como pacto social, se han evaporado con la globalización; en el primer caso, por la diversidad de religiones involucradas y por la disminución global de la fe. En el segundo, por el cinismo con el que, durante la era neoliberal -y, dentro de ella, de la globalización- se destapó lo que James Galbraith bautizó como la plutonomía, el consumo super sofisticado de los hiper ricos. El lado más oscuro del capitalismo que se oscurece más cuando esos ricos se adueñan de los gobiernos.

Con el incremento notable de la corrupción, y la consecuente degradación de la moral pública, se echa en falta a las formas de limitar los excesos, propios de dictadores del subdesarrollo, en los que incurren gobernantes, como Trump, empleando el poder del Estado en su búsqueda personal, y coral, de mayor riqueza y barriendo con los emblemas de la democracia liberal, como la libertad de expresión, casi sin consecuencias.

Es claro que hablar de la moral de don Donald equivale a traer a colación su inteligencia, su humildad o su sentido del humor; sin embargo, el espectáculo que nos ofrece, es responsabilidad de notables taras institucionales, de una caricatura de oposición y de una sociedad radicalmente embrutecida. Solo nuestra especie tropieza reiteradamente con la misma piedra. Hay que espabilar, y pronto.

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