Faltaron la valla humana en Insurgentes y los espejos en los techos de las casas para recibir al avión de una compañía privada de mensajería que traía a México el primer cargamento de vacunas en contra del covid-19 . Pero la plana mayor del gabinete, ésa sí se presentó en el aeropuerto de la Ciudad de México para recibir la caja, y por qué no, la factura de la compra del material. De las 125,000 vacunas prometidas en una fase inicial, el cargamento fue de 3,000; es decir, para 1,500 personas en dos dosis.

Lo fastuoso del acto y los discursos pronunciados recordaron a cuando George W. Bush, a bordo del USS Abraham Lincoln, declaró misión cumplida en Irak. (Misión cumplida, por cierto, también declaró el gobierno hace unos días cuando se anunciaron los primeros contratos con las farmacéuticas para recibir dosis futuras de la vacuna.)

Esas dosis irán, como ya se ha estipulado, al personal médico, que en estos momentos es la única línea de defensa en México contra el coronavirus. En la capital, según un estudio reciente de Stanford y el CIDE, los hospitales colapsarán si no se añaden otras 5,000 camas a las 10,000 que en la actualidad existen. De ese tamaño la crisis.

Por lo tanto, y dado que esa expansión luce compleja, es imperativo que doctoras, enfermeros –todo aquel que esté al pie del cañón– reciban las primeras dosis para intentar frenar el inminente colapso.

Pero, una vez vacunados ellos, entonces el gobierno deberá vacunar al resto de la población. La secretaría de Salud ya avisó que se procederá por grupos etarios, con la idea de que si todo sale conforme a lo planeado –cosa que ya desde esta semana no ha sucedido, pues las primeras vacunas no llegaron ni en tiempo ni en forma–, para el segundo trimestre de 2022 la mayor parte de la población estaría vacunada.

Aunque entendible el esquema –es, a fin de cuentas, la división más sencilla–, dista de ser el óptimo. En particular por un grupo de suma importancia cuyo rango de edad abarca todos esos estratos: los maestros de escuela.

Es un hecho bien sabido que México siempre ocupa los últimos lugares de los países de la OCDE en comprensión de lectura y matemáticas. El rezago con los demás países es notorio, y la brecha se agranda día con día. En un país como el nuestro, donde la conectividad a internet no es universal, y donde los niños dependen, entre otras cosas, de los programas alimentarios que otorgan las escuelas públicas, el cierre de las instalaciones está causando mermas irreparables. En Chiapas la deserción escolar por la pandemia ha sido brutal; no es descabellado pensar que en los otros dos estados con peores índices educativos –Guerrero y Oaxaca– los números sean similares.

El propio presidente lo ha dicho; varios estudios lo han señalado: la tasa de contagio es menor entre los niños que entre los adultos. Y son ellos los que más están sufriendo en estos tiempos –no así los restaurantes, los centros de entretenimiento, las tiendas; a ésos sí se les dio permiso de reabrir de manera pronta y expedita–. A diferencia de los negocios –que también deberían recibir ayuda del Estado en tiempos de pandemia, pero ése es tema de otro texto–, las secuelas en los niños durarán su vida entera. Si de por sí cuentan con trabas educativas dada la precariedad del sistema educativo mexicano, más se ensancharán ahora que ni acceso a ella tienen. Estamos –desde ahora– condenando a generaciones enteras a un fracaso intelectual y laboral; al mismo tiempo estamos condenando a un país a un retraso frente a sus pares en el mundo.

Eso no parece rondar en las prioridades del gobierno. Tan así que el secretario de Educación será enviado en los momentos más críticos como embajador a Estados Unidos, y que la nueva secretaria –si bien con mayor experiencia en el ramo que su predecesor– necesitará de tiempo para hacerse del control de la secretaría. Llevar a cabo una transición de este tipo en este momento es, por decir lo menos, temerario.

Tampoco es que sorprenda. En un gobierno donde la persona que decide es una, las piezas se intercambian sin mayor empacho.

Los niños mexicanos, mientras tanto, seguirán aprendiendo de la televisión, en el mejor de los casos. Aquellos que acuden a escuelas privadas –ínfimo porcentaje– perderán menos que quienes no pueden pagarlo, aunque igual perderán. Las brechas dentro del país mismo serán mayores.

Pero la juventud mexicana, en su conjunto, perderá la parte crucial de su vida: la formación. Y con eso tendrá que vivir, porque nadie pensó en vacunar a los maestros.

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