Quien lea esta columna probablemente no llegue al fin de ella. Se aburrirá si quien esto escribe no llega al punto desde estas primeras líneas. Si la está leyendo en computadora, quizás se distraerá con una de las notas anunciadas junto a ella. Si la lee en dispositivo móvil, seguro recibirá una notificación más importante de alguna red social que se sobreponga al texto y lo lleve a otra aplicación. Si le da clic a la notificación, lo más probable es que no regrese.

En un mundo hiperconectado como el nuestro, que gracias a la pandemia vive todavía más en las pantallas, la lucha es por la atención: ya no sólo se trata de que el lector o el usuario haga clic, se trata de retenerlo lo suficiente para que pueda ver un anuncio y eso se traduzca en algún tipo de ingreso. El ejemplo más claro es el video: si el usuario mantiene su atención, o al menos mantiene abierto el video una cierta cantidad de tiempo, se activa un mecanismo que deriva en una ganancia para la cuenta dueña que subió el material a la red. El ingreso, de inicio, es mínimo, pero si se repite con suficientes usuarios, puede generar una pequeña fortuna.

Por eso es que cada día leemos más sobre los instagrammers, los twitchers, o los youtubers millonarios: las visitas llevan a ingresos y a visibilidad, de ahí a un aumento de seguidores y por último a mayores ingresos a través de contratos con grandes marcas. Las marcas responden primordialmente a la exposición, y si la celebridad del momento las anuncia, sus ventas se disparan.

De ahí lo que conocemos como “influencers”, aquellos que influyen en la conducta y en los hábitos de compra de sus seguidores. Cada vez es más común ver al influencer mencionar un producto dentro de un video, o hacer lo que se conoce como “unboxing”: abrir el regalo que le envió una compañía –en realidad publicidad– y hablar maravillas de él.

Todo esto ocurre en cuestión de segundos –en una “story” de Instagram que no dura más de medio minuto, por ejemplo–. Es dividir la atención en pequeños compartimentos: uno pone un mínimo de interés durante unos momentos y avanza a lo que sigue gracias al algoritmo que ya sabe lo que le gusta. Pasa de un comediante a tips de maquillaje a los goles del partido más reciente. No tiene ni que mover un dedo. El dispositivo hace todo el trabajo por él y se apropia de su capacidad de decisión.

Y ésa es la lógica que ahora adoptan las compañías tradicionales. Se han anclado al modelo de las redes sociales y buscan emularlo. El caso más reciente es, sin duda, el intento de creación de la autodenominada “Superliga”, cuya estrepitosa caída domina hoy la conversación.

La Superliga, como ya se sabe, buscaba tener a los 12 equipos más famosos del mundo junto con otros ocho por designarse: tres permanentes y cinco que rotarían anualmente por invitación. Habría reemplazado a la Liga de Campeones, hoy por hoy el torneo más famoso y lucrativo del planeta, y hubiera garantizado choques espectaculares cada semana: Real Madrid contra Barcelona, Barcelona contra Juventus, Juventus contra Manchester City. La crema de la crema los miércoles, los mejores jugadores siempre disponibles para el espectáculo. La Liga de Campeones en esteroides.

La lógica detrás de este experimento fallido era clara: obtener la atención de los más jóvenes y volver al futbol un deporte de influencers y de “clips”. No se trataba de ver un partido completo, sino de tener disponible todo el tiempo las mejores jugadas de Mbappé o de Messi. Si cada semana se obligaba a un duelo de titanes, los goles, los videos, las fintas podrían comercializarse aún más. No sólo en tenis o en jerseys, sino en videos digeribles en un viaje en transporte público o en cinco minutos de descanso entre zoom y zoom de oficina. Era una liga pensada para el consumo inmediato y fugaz de la red.

Sin embargo, y he aquí lo interesante –doy gracias al lector que llegó hasta este punto–, los fanáticos se rebelaron. Vieron a la Superliga como el negocio que era, y el golpe que representaba al deporte que tanto aman, y se manifestaron. No querían que se convirtiera en un negocio de atención mínima, y demostraron que aún existen quienes tienen interés de concentrarse durante 90 minutos y abstraerse de la inmersión de las redes.

Pero eso no quita que nuestro mundo se hace más pequeño y más intenso conforme aumenta su conectividad. Esta semana se detuvo la fragmentación del futbol, pero es algo temporal: veremos nuevos intentos de superligas en los siguientes años y las siguientes décadas, hasta que el público termine por rendirse y seamos esclavos de los 30 segundos.

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