Más de un mes después de realizada la elección presidencial en Estados Unidos, el presidente mexicano al fin reconoció el triunfo de Joe Biden, próximo líder del vecino del norte. Como justificación para dilatar, invocó el fantasma del supuesto fraude en México en 2006: ya se ha discutido previamente en este espacio, pero el reconocimiento de Felipe Calderón como presidente por parte de jefes de Gobierno y Estado extranjeros a horas de concluir la votación federal es un evento que le caló de por vida a nuestro presidente.

Tan así que este mes, con tal de recordarle al mundo lo que le sucedió en 2006 –porque todo es sobre él–, estuvo dispuesto a sacrificar a su embajadora en Washington, Martha Bárcena.

Bárcena tuvo que hacer malabar y medio para intentar explicarle al partido Demócrata y al gobierno entrante por qué no había reconocimiento, a pesar de un resultado no sólo obvio sino contundente.

No es casualidad que a horas de que el presidente reconociera a Biden vía carta, Bárcena anunciara su jubilación: se había convertido en un cartucho quemado frente a un nuevo gobierno al cual tuvo que pichicatearle el reconocimiento por órdenes de Palacio Nacional. Bárcena no podría ser ya un conducto efectivo con la nueva administración después de lo ocurrido durante noviembre y diciembre.

Tampoco es que vaya a importar mucho quién ocupe el puesto ahora –el hasta hoy secretario de Educación, sin experiencia diplomática, por cierto–, porque al presidente no parece importarle mucho lo que suceda del otro lado del río. Prueba de ello es la citada carta que envió a Biden: un documento gris donde el mayor interés del autor es hablar de sí mismo. La felicitación pasa a un segundo plano, la relación también. Es, para variar, otra excusa para hablar de su tema favorito: él.

La distancia entre ambos gobiernos, si no es que hasta hostilidad velada, es palpable desde ahora. Tampoco es casualidad que en este período de interregno, conocido como presidencia “lame duck” en Estados Unidos, el Congreso haya intentado aprobar con toda la prisa del mundo dos reformas que dañan la relación bilateral. La primera, que casi no resonó en medios, fue para “sacarle la lengua” a la DEA, como escribiera Alejandro Hope hace unas semanas. Con la idea de demostrarle quién manda en México, el Congreso, tras petición presidencial, intentará poner en orden a los agentes extranjeros en el país. No lo conseguirá, y el único resultado será molestia en EEUU. No por nada William Barr, fiscal general de Trump, hizo notar en público –de manera inusual– su descontento frente a la nueva legislación mexicana. Hasta al gobierno de Trump le pareció mala idea.

La segunda, esa levantó ampollas que no se habían levantado en mucho tiempo. Tuvieron que salir todos los banqueros mexicanos al unísono, la Unidad de Inteligencia Financiera, el Banco de México, y las calificadoras a explicarle a Ricardo Monreal por qué la propuesta de reforma al Banco de México generaría una crisis innecesaria. Monreal entendió, o eso parece; no así el presidente, quien ya dijo que en febrero volverá a la carga. Si la propuesta se intenta aprobar como viene, quizás veamos las primeras chispas desde Washington.

Del otro lado habrá que esperar a un gobierno con intereses y política clara. Igual que el de Donald Trump en ese sentido, pero con la diferencia de que éste será funcional. Que no nos sorprenda si la administración de Biden intenta hacer cumplir el T-Mec al pie de la letra –en particular la cuestión laboral–, y que no sorprenda tampoco si ejerce presión en el tema de las energías renovables: la próxima secretaria de Energía, Jennifer Granholm, tiene marcado como primordial el tema en su agenda.

Así, el resto del sexenio –y el único período de Biden, quien desde ahora ha dicho que no buscará la reelección– será, en el mejor de los casos, distante y frío. En el peor, ríspido.

Pero qué necesidad, diría Juan Gabriel de este lado de la frontera; perro viejo no aprende trucos nuevos, dirían del otro.

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