Falacia del hombre de paja: cuando una persona refuta un argumento que no se elaboró. Es decir, cuando esa persona caracteriza incorrectamente lo que su contraparte dijo con el fin de ganar una discusión.

Esta falacia no es nueva; existe según registros históricos, desde por lo menos 1620. Sin embargo, con el advenimiento de las redes sociales y con el tránsito de la esfera de discusión pública hacia estos nuevos espacios –por ejemplo, Twitter–, es cada vez más común ver cómo se utiliza para fingir cierto tipo de superioridad intelectual.

El incremento de su popularidad se debe a dos motivos en particular. El primero, por la polarización política. Cada día es más clara la división, al menos en nuestro país, en dos corrientes: la que está con el gobierno y la que está en su contra. Esta clasificación sonará a verdad de Perogrullo, pero en el México posrevolucionario el odio entre ambos bandos había sido mucho menor al que vemos hoy. Es así como en redes vemos el auge del hombre de paja, o espantapájaros. Para denostar al otro, para hacerlo menos frente al grupo político al que uno pertenece, se le atribuye un nivel inferior de inteligencia y se tergiversa su argumento.

El segundo motivo se vincula al primero de manera directa: el rechazo a la tribu opositora cimienta la pertenencia en el grupo propio. Esto se puede medir, tanto en Facebook como en Twitter, en la cantidad de reacciones o de compartidas de un comentario o texto.

Ese sentimiento de pertenencia, y se ha mostrado con estudios científicos, también se asocia con una reacción física: mientras más aclamación reciba alguien, más endorfinas libera su cuerpo. Recibir retuits puede resultar adictivo.

Y es así como la red se ha poblado de estos espantapájaros, llevando a discusiones –entre comillas– donde los participantes son capaces de disminuir su nivel –primero de manera consciente, después quizás ya no–, con tal de obtener aprobación. Planteamientos que saben no son ciertos, caracterizaciones injustas, o simplemente aventar lodo, son sólo algunas de las cosas que uno observa en aquellos que tienen el público suficiente como para dirigir la discusión pública.

No es lo mismo que un troll o un usuario anónimo insulte como acostumbra, a que alguien con decenas o cientos de miles de “seguidores” participe de manera poco sincera –esté a favor del gobierno o en contra– y moldee la opinión con base en falacias. Y eso solo en el mundo virtual. En el real es todavía peor.

Todo esto viene a colación porque estamos a escasas semanas de que se lleve a cabo la jornada electoral en la que se renovarán la mitad de las gubernaturas del país y los 500 escaños de la Cámara de Diputados.

Conforme avanza la campaña y vemos a políticos y líderes de opinión abrir más la boca –o escribir más tuits– observamos la degradación cotidiana de la conversación pública. Candidatos y presidentes de partido, por mencionar algunos, que mienten a sabiendas de los efectos de sus mentiras pueden llevar a un daño físico –por ejemplo, un toro y un líder partidista que llaman a desconocer a las instituciones que organizarán y calificarán la elección–, hasta opinadores que en su búsqueda por ocupar el espacio de los intelectuales de antaño buscan el aplauso fácil a través del falseo.

Ya no los hacen como antes, diría la abuela.

Los políticos siempre han mentido, pero al menos antes no llamaban a la violencia. La paja política ahora corre riesgo de ensangrentarse porque nadie quiere creer que sus palabras tienen consecuencia.

Los intelectuales, ésos escribían libros, sostenían tesis. Estuviera de acuerdo uno con ellos o no, al menos lo que decían tenía rigor. Hoy lo único que hay son tuits que sólo contribuyen a que las antorchas se acerquen a la paja y la quemen.

Y a ver cómo se apaga el incendio. Porque con palabras no.

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