Desde principios de siglo, cuando comenzó la espiral de violencia en la que nos mantenemos envueltos, parecía existir una terrible regla tácita: había ciertas líneas que no se cruzaban. Crimen organizado y fuerzas del Estado fingían una cierta normalidad o un cierto aislamiento, una especie de contención de violencia para evitar que se propagara la percepción de que éste era –y es– un Estado fallido.

Pero esos límites se fueron derruyendo rápidamente. Los periodistas fueron de las primeras víctimas. Reporteros locales en su mayoría. Reporteros nacionales en menor medida. Los únicos intocables eran y son los corresponsales extranjeros: nadie tiene interés en que otro país se involucre en este cruento conflicto. México se ha convertido, durante la última década, en uno de los dos lugares más peligrosos en el mundo para ejercer el periodismo. El otro es Siria, país carcomido por una guerra civil y otrora sede del Estado Islámico.

Luego siguieron los activistas. Durante los últimos ocho años han matado a más de 80, según el Centro Mexicano de Derecho Ambiental. Gente que defendía a sus comunidades y al medio ambiente, pero que resultaba un obstáculo para alguien. Ahí está, por ejemplo, Homero Gómez, asesinado a principios de este año. Gómez era considerado el guardián del santuario de la mariposa Monarca en Michoacán, especie en peligro de extinción.

Y ahora, parece, se ha cruzado una nueva frontera: la de los jueces. En el imaginario colectivo este gremio no ocupa mayor importancia, pero debería. En el organigrama del Poder Judicial son funcionarios de alto nivel, equiparables por lo menos a subsecretarios de Estado.

Desde 2006 no se asesinaba a uno por temas penales: René Hilario Nieto, abatido por sicarios del cártel del Golfo. En 2016 fue asesinado el juez Vicente Bermúdez pero por un pleito familiar, según las autoridades.

Antier se rompió ese paréntesis de 14 años, cuando mataron en Colima al juez federal Uriel Villegas Ortiz. Villegas era juez de Distrito penal en Colima, recién reubicado de Jalisco en enero. Lo asesinaron en su casa, a plena luz del día, junto a su esposa. Según el portal colimense Estación Pacífico, en la casa también estaban sus dos hijas, de cuatro y siete años de edad, una trabajadora del hogar y el perro de la familia.

En su adscripción previa, Villegas había llevado uno de los cuatro procesos en contra de Rubén Oseguera, “El Menchito”, hijo de Nemesio Oseguera, “El Mencho”, líder del Cártel de Jalisco Nueva Generación. También le negó un amparo a Ismael Zambada, “El Mayito Gordo”, hijo de Ismael Zambada, “El Mayo”, uno de los tres líderes del Cártel de Sinaloa.

Según el Servicio de Protección Federal, el juez no contaba con seguridad alguna porque el Consejo de la Judicatura Federal, el órgano encargado de la administración del Poder Judicial, no se la había pedido.

Y según trascendidos en diversos medios, Villegas habría renunciado a la protección.

Pero según una entrada en Facebook de Edgar Villalobos, quien se identifica como primo hermano de Villegas, el Poder Judicial le había retirado escoltas al juez por ser “un gasto innecesario”.

Más de 20 veces le dispararon al juez y a su esposa. Al momento de escribir estas líneas no hay detenido alguno.

Un día antes, por cierto, el presidente había repetido en Veracruz su cantaleta en contra de los jueces y del poder judicial, a quienes ha llamado corruptos, y a quienes ha acusado de liberar a criminales a cambio de dinero.

Compararnos con Colombia siempre ha resultado odioso, pero en este momento es pertinente recordar que cuando el Estado colombiano perdió el control, o por lo menos cuando se quebró la ilusión de que lo tenía, fue cuando comenzó la oleada de asesinatos de jueces a principios de los 80. Bien habríamos de tomar nota aquí.

Sin embargo, aún no lo hemos hecho. Poco se ha hablado del asunto. No se ha puesto en su justa dimensión el homicidio. Porque la discusión pública la ocupa otro tema: el nuevo disparate presidencial, cualquiera que éste sea.

Pero ese mismo hombre de los disparates prometió ser distinto a los anteriores. Entre otras cosas, una de las banderas de su campaña fue reducir la violencia, terminar el conflicto armado y desmilitarizar al país. Aunque en su discurso ya lo da por hecho, sus propios datos –los que llama “otros”– lo contradicen: hace unos días, en plena cuarentena, se registró el pico más alto de homicidios en lo que va del año. El Ejército tiene un papel más prominente que nunca.

Cuando comenzaron a asesinar periodistas hubo sorpresa, después resignación. Cuando sucedió lo mismo con activistas la incredulidad fue reemplazada por indiferencia. Ahora tocó el turno a un impartidor de justicia.

Ojalá que no crucemos otro Rubicón con los jueces.

 
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