Contrario a lo que ha mostrado la industria de Hollywood en incontables películas del Apocalipsis , la gran epidemia del siglo XXI no transcurre frente a nuestros ojos. No hay edificios derrumbados u hordas de forajidos. Salvo por los tapabocas que aparecen ahora en la vía pública en distintas variedades y colores, la epidemia es totalmente abstracta.

Para dar contexto lo que hay son números, pero muchas veces –y con toda razón– no le significan nada al ciudadano promedio. Por ejemplo: el subsecretario de Salud Hugo López-Gatell ha dicho que hasta el 70% de la población mexicana podría contagiarse de coronavirus durante el período de pandemia. Si hablamos de una población de 125 millones, esto implica que 87.5 millones podrían infectarse. Pero si para gran parte de ellos, dicen las estimaciones, el coronavirus será asintomático, es muy difícil –si no es que imposible– poner en dimensión lo que sucederá.

O el hecho de que tengamos poco más de 5,000 ventiladores para casos extremos, o cerca de 56,000 camas en todos los hospitales públicos del país. Esos números por sí solos no dicen nada. Porque no es que todas esas camas estén vacías o los ventiladores desocupados; en el día a día se utilizan para las otras múltiples emergencias nacionales de salud: complicaciones asociadas a diabetes o a enfermedades cardiovasculares, por nombrar algunas.

Por otro lado están los datos y las gráficas que se presentan diario en la conferencia de prensa vespertina de las siete. El mundo se ha acostumbrado a ver la dichosa curva que debe aplanarse. Lo más básico es entendible: mientras suba hay problemas. Pero, ¿cuándo se considera que un país controló la pandemia? ¿Por qué los casos se miden en absolutos y no conforme a la población de un país? ¿Por qué hay curvas que empiezan a medir tendencias desde los 50 casos o desde los 100 en lugar desde el primero?

A esto hay que sumarle que el domingo el gobierno presentó una gráfica distinta a las que acostumbra. Después de que en redes sociales el politólogo Sebastián Garrido llamó la atención sobre el asunto, el gobierno, también en redes, que estaba midiendo los casos de manera diferente a la comúnmente aceptada y por eso la línea parecía plana. Si uno no se enteró de ese intercambio en Twitter, podría haberse quedado con la impresión de que la famosa curva estaba bajo control. Después de la discusión, la gráfica no ha vuelto a aparecer.

De cualquier manera las cifras mismas son difíciles de seguir: los cortes de información de la autoridad se dan a la una de la tarde y se presentan seis horas después; se hacen con los datos procesados, que no necesariamente son los datos del día. Es decir, puede haber pacientes infectados pero aún no saberse porque sus pruebas aún no han sido contabilizadas.

Nos ahogamos en un mar de cifras y de datos que pueden interpretarse de muchas maneras.

Mientras tanto la realidad sigue. El comercio se mantiene. El informal también, y cómo no, si es la espina dorsal del país. Hay cosas que no se pueden detener.

Pero aunque los números nos suenen lejanos, algo dicen. De que hay una pandemia la hay. De que lo peor está por venir, está. Quizás no lo entendamos aún, y no será hasta que veamos el coronavirus de cerca que nos quede claro.

Como dijo Stuart Thompson, un editor del New York Times, hace unas semanas: el círculo se cierra. Primero escuchas de enfermos y muertos en otros países. Luego en el tuyo. Luego en tu región, en tu estado, en tu ciudad. Luego es el amigo de un amigo. Y luego, al final es el amigo mismo.

Ahí es cuando la pandemia deja de ser abstracta.

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