Por estas fechas se cumple el aniversario del primer encierro pandémico en México. En marzo de 2020 todavía se desestimaba la gravedad del porvenir; a pesar del encierro era común ver publicidad que desestimaba la gravedad de lo que ocurría.

Para ese entonces la epidemia en China no se podía esconder más, y los efectos eran claros. De España e Italia se escuchaban historias de terror: hospitales colapsados y gobiernos sobrepasados. De cierta forma era como si tuviéramos una ventana al futuro: lo que sucedía en Asia y Europa sería lo que eventualmente sucedería en nuestras tierras.

A pesar de ello, la imagen completa tardó en ser asimilada aquí. El consenso de las primeras semanas era que el peligro duraría pocos meses: para verano todos estaríamos de vuelta en las calles.

En efecto, así fue. No porque la pandemia se hubiese domado –suena a una época lejanísima, pero en esos tiempos “aplanar la curva” era la expresión prevalente– sino porque en un país como el nuestro la necesidad económica se sobrepuso a cualquier otra crisis. Había que salir para poder comer.

Quienes pudieron enfrentar la situación desde sus casas lo hicieron; pero incluso ahí la mayoría terminó por rendirse. Fuese por fatiga, fuese por desidia, fuese por sensación de invulnerabilidad, pero así como en los municipios más pobres la gente continuó su vida prepandémica –por necesidad–, en los más ricos la gente continuó la suya porque quiso. Tomo prestada una frase de Luis Espino: se enfrentaron al virus por no enfrentarse al tedio.

La desigualdad no sólo es obvia en ese ámbito. Así como hay gente en la calle por dos motivos diferentes, hay –en el menos malo de los casos– niños frente a pantallas distintas. Unos están frente a las pantallas de la televisión y otros están frente a las pantallas de la computadora. Los primeros reciben educación pregrabada, sin oportunidad de interactuar ya no se diga con sus compañeros, sino con profesores. Los segundos reciben lo mejor dentro de lo que cabe: una experiencia muy lejana a la educación presencial, pero menos lejana de ella que de la poca educación que reciben sus pares de menores recursos.

No se hable de un tercer grupo, que comprende a aquellos que debieron desertar del sistema por completo.

Y así nos podemos seguir. La pandemia ha servido para acrecentar una desigualdad que previo a marzo de 2019 ya era palpable y que hoy es imposible de ignorar; las cifras lo confirman. Bien lo certificó la CEPAL, la Comisión Económica para América Latina y el Caribe, la semana pasada: la estela de daños que ha dejado el covid-19 –y su respuesta– en México ha llevado a la mitad del país a la pobreza.

Medio país.

Pero no es siquiera necesario recurrir a los datos –ahora que está de moda no creer en ellos–. Con salir a la calle es posible observar más gente sin techo en los parques; más gente sin trabajo en los cruces peatonales.

Tendría uno que estar por completo disociado de la realidad para no darse cuenta del tamaño de la desgracia.

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