Lunes 22 de abril de 1991: Gran Hotel Saltsjöbaden, en la costa fría y serena del Báltico, a unos veinte minutos de Estocolmo. Benazir Bhuto, exprimera ministra de Pakistán; Fernando Henrique Cardoso, senador por Brasil; Gro Harlem Bruntland, primera ministra de Noruega; Edward Heath, exprimer ministro de Gran Bretaña; Manuel Camacho Solís, regente del Distrito Federal de México; Julius Nyerere, expresidente de Tanzania; Bronislaw Gemerek, senador de la República Checa y representante del presidente Vaclav Havel, y Enrique Iglesias, presidente del Banco Interamericano de Desarrollo, y muchos otros de los convocados por el excanciller Willy Brandt y el primer ministro de Suecia, Ingvar Carlsson, acaban de instalarse en el salón principal del hotel para emprender la discusión de la Iniciativa de Estocolmo sobre Seguridad Global y Gobernabilidad. Sentado entre Bhuto y Cardoso, Camacho Solís, antiguo amigo de Brandt, recién integrado a las reuniones de la Internacional Socialista, atisba, como me lo comentaría más tarde el propio excanciller de Alemania, como una lechuza. En mi condición de jefe de asesores de Camacho, yo estaba sentado detrás de él, como tocaba.

Dentro de los temas abordados durante la jornada (paz y seguridad: fortalecimiento y reforma de la ONU, pobreza, medio ambiente, gobernabilidad global), ninguno caló tan hondo entre nosotros los mexicanos como el de la democracia y los derechos humanos porque, de pronto, alguien planteó que las Naciones Unidas deberían actuar con firmeza con base en las normas internacionales ahí donde no se respetaran los derechos humanos y donde el ejercicio pleno de la democracia no estuviera garantizado. ¡Zas! y ¡recontrazas!: México, y esto correría como rumor abierto por los pasillos del Gran Hotel, venía de las elecciones de Salinas donde “se cayó el sistema”. México estaba a cuatro meses, en 1991, de realizar las elecciones federales intermedias en las que el PRI aguantaría algunos parches más a su rodada. México estaba a punto de la rebelión regionalista de Vicente Fox, en Guanajuato, y de Salvador Nava, en San Luis Potosí. México estaba, no obstante, a sólo tres años de la insurrección zapatista de Chiapas que, gracias a la negociación con el EZLN (donde Marcelo Ebrard y yo acompañamos a Camacho como Comisionado), llevaría a la reforma política tan pospuesta para que el gobierno ya no organizara las elecciones.

Al final, por iniciativa del propio Camacho, los asistentes al cónclave socialdemócrata consideraron que certificar en el mundo la imparcialidad en situaciones altamente politizadas sería delicado para la ONU, puesto que la organización debía respetar íntegramente la soberanía de sus miembros, pronunciándose por que la observación internacional de las elecciones estuviera a cargo de instituciones independientes y de acuerdo al orden constitucional de cada país.

Lunes 22 de abril de 1991: Gran Hotel Saltsjöbaden, frente al archipiélago donde en 1628, al iniciar su viaje inaugural, se hundiría el Vasa, portentoso galeón de guerra del rey Gustavo Adolfo II.

Estamos en la recepción final del encuentro, Manuel Camacho, al fondo del salón, escucha atentamente al primer ministro sueco mientras Willy Brandt se pasea saludando y brindando con una copa de agüita del zar (vodka) con sus invitados.

—¿Por qué Camacho le parece una lechuza? —pregunté a Brandt cuando se aproximó a mí.

—Nada más véalo, cómo escucha, cómo mira, cómo sabe esperar, sea de noche o sea de día.

Después de brindar, Brandt agregaría:

—Mire, Camacho es un perfecto político: un hombre con principios y con el suficiente pragmatismo para hacerlos posibles.

Lunes 22 de abril de 1991, Gran Hotel Saltsjöbaden: la sabiduría ética, la grandeza de Brandt. La congruencia infinita y ejemplar, hasta el final, de Manuel Camacho.

Poeta e historiador. Director Ejecutivo
de Diplomacia Cultural en la Secretaría
de Relaciones Exteriores

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